Se han dado numerosos casos a lo largo de la historia de una digresión moral entre la figura del artista y su obra, y las acciones que este realiza en su vida privada.
Esta introducción exige alguna puntualización, porque —sobre todo en la cultura occidental— lo que es considerado moral o inmoral depende del contexto histórico y cultural, y no considero necesario argumentar lo afirmado. Así, acciones que en el siglo XIX podían ser enjuiciadas como inmorales, actualmente no lo son, y puede darse el caso de que un artista despreciado por estas razones en su época ahora no lo fuese.
En el contexto de la historia de la filosofía, por citar algunos muy conocidos, encontramos a El Marqués de Sade, Simone de Beauvoir, Heidegger y en los últimos tiempos ha saltado a la palestra el caso de Michel Foucault. En el ámbito del cine o de la literatura los casos se multiplican: R. Kelly, Chuck Berry, Ezra Pound, Oscar Wilde, Lord Byron, Woody Allen …
Ante esta controversia, los hay que apuestan sin fisura por separar la obra de arte en sí o la obra filosófica de lo que el autor en cuestión hiciese en su vida privada. Otros sin embargo consideran indisociable la obra del autor.
La cuestión no es en absoluto sencilla y menos banal. Ante determinados sucesos de abusos a menores, hoy sentimos esa aversión emocional de la que habló Hume para identificar, como punto de partida y analizado racionalmente después, lo inmoral. Sin embargo, es un hecho que lo que se ha considerado un menor ha ido cambiando históricamente, y aún incluso esto varía de un entorno cultural a otro. Hay países en los que una niña o un niño son tratados como adultos con catorce años a todos los efectos.
Profundizando más en qué resulta problemático auténticamente en esta cuestión, podemos ver en primer lugar que se parte del supuesto de la veracidad de lo que alguien transmite a través de su arte y sus textos, es decir que el artista posee la convicción de que lo que muestra es digno de valor o de desprecio. Es como si entendiésemos que mediante la obra de arte el sujeto que la produce está transmitiendo su sentir más profundo y oculto, y las interpretaciones que de ella hacemos estéticamente están inconscientemente adheridas a un determinado patrón moral. Tras comprobar que la biografía del artista entra en contradicción con lo que transmiten sus producciones artísticas, estas se devalúan por una suerte de falsedad e hipocresía que produce una honda decepción en algunos.
El caso de algunos literatos o filósofos no se ajusta a lo anteriormente mencionado. Por ejemplo, el Marqués de Sade es a menudo repudiado por el sadomasoquismo que ya expresa en sus obras, con lo que su biografía es coherente con su producción literaria. Aquí, muchos rechazan el conjunto —autor y obra— por cuanto enjuician moralmente inaceptable su postura. Tal vez, sin llegar del todo a soportar ese aspecto de lo humano que quiso mostrarnos y que muchos de los más radicales críticos practican en la intimidad de su alcoba como forma de excitación sexual. La misma consideración podríamos hacer de Beauvoir respecto a su defensa de la sexualidad en los niños o menores —explicitando, por nuestra parte, que no es lo mismo tener siete que diecisiete años— y la licitud de mantener relaciones con adultos.
El caso de Foucault resulta más controvertido. Nadie puede negar que el pensamiento actual sería muy diferente sin los trabajos arqueológicos y genealógicos del saber, la verdad y el poder que realizó el filósofo francés. Sin embargo, de él no se deduce que sea legítimo consumir prostitución infantil precisamente en los países más pobres en los que el hambre lleva a esa práctica orientada a los turistas, que nunca cometerían ese tipo de actos en sus países. La controversia es importante en este caso, porque quien intentó desvelar las relaciones de poder que someten al individuo y que impiden su pleno desarrollo sometiéndolo a unos parámetros determinados de normalidad, y por tanto factores que enajenan el cuidado de sí orientado al cuidado de los otros, puede quedar en balbuceos cuando los rumores que circulan sobre su vida sexual en países del tercer mundo lo sitúan como un consumidor de sexo infantil que,, como turista se aprovecha de la situación desesperada de los que allí sobreviven, ejerciendo su poder sobre los más indefensos que no poseen por injusticia social alternativa.
La polémica está servida desde hace tiempo y es difícil establecer un principio universal para todos los casos; es decir, que la situación y la disrupción entre obra y artista sea equivalente para cualquiera.
No obstante, es cierto que el juicio que de ellos se haga depende en alto grado de la propia honestidad y coherencia que el juez se exige a sí mismo. Porque no hace falta ser artista para cometer inmoralidades que nunca defenderíamos discursivamente, o, como es el caso de alguno de los mencionados, llevar a cabo lo que en la cultura que se vive se considera inmoral siendo honesto con los principios que se sostienen.
Así que, quizás lo más prudente sería, en algunos casos en los que no erigimos como el gran juez de los otros, aplicarnos el principio evangélico, que considero muy ilustrativo, de que quien esté libre de pecado que tire la primera piedra.
Brillante conclusión de una profunda narrativa; hurgando en la historia sobre la obra del artista y su moralidad. En mi humilde opinión, debe ser disociada ambas aristas, dejadas a veces llevar por una moralina «contradictoria». En el caso de Folcaut como podemos enjuiciarlo, si dentro de las sociedades actuales se práctica el turismo sexual, explotando a niños y niñas, o en otros casos se realizan aberrantes ablaciones a niñas, como significado de «pureza»
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Tu frase final es más que acertada. Un cálido saludo.
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En este tema creo que hay que hacer una distinción de base entre el artista propiamente dicho (novelista, dramaturgo, pintor, etc.) y el escritor de no ficción (ensayista, filósofo, sociólogo, etc.). En el primer caso, no veo contradicción entre una actitud inmoral o deshonesta y una obra de arte genial; ni veo ningún problema en repudiar la conducta y al mismo tiempo alabar la obra. En el segundo, es evidente, sobre todo en el caso del moralista, que ha de haber una correspondencia entre lo que se predica y lo que se vive, y que una conducta inmoral o deshonesta nos hará repudiar tanto la obra como al autor.
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Gracias Antonio por tus matices!!!
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