Anomalía de la mediocridad.

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Hay quien se siente como una pared de frontón, parando y repeliendo pelotazos. El motivo puede ser que su mostrarse ante los otros sea firme, como un muro de granito capaz de rebotar los ataques. Los cuales, a menudo, son simbólicos y menos veces fácticos, pero sea como fueren exigen de una fortaleza que no se posee, pero se simula con la voluntad de proteger a los otros de la propia miseria y debilidad.

Esta dinámica toca a su fin, como no puede ser de otra manera, cuando el fingidor cae descuartizado por acumulación y refluye llanto desconsolado, en lugar de pelotear.

La sorpresa de los otros adopta forma de ignorancia, desconocimiento, a causa de no haber captado la condición que soportaba el muro de hormigón o la pared que rebotaba cuanto chocaba con ella, o la persona que sostenía una apariencia que no respondía a su ser.

No es sencillo hallar un término medio entre aguantar todo sin muestra de afectación, y expeler aullidos exagerados ante determinados acontecimientos. Si embargo, aunque la voluntad sea buena, esta impostación no favorece relaciones nítidas en las que fluya el cómo está cada uno, qué necesita y qué es capaz de soportar.

No hay héroes incombustibles, aunque en nuestro fuero interno deseemos serlo. La mediocridad es la condición de todo humano y pretender trascenderla acaba en un estrépito conflicto de incomprensiones.

Asumir las propias limitaciones y mostrarlas es más fructífero, aunque podamos admitir que es harto complicado que otros entiendan fragilidades cuyo origen está oculto y es traumático.

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