Morfeo, líbranos del mal.

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¿Quién no ha deseado alguna vez dormirse y restar, entrelazando miembros como hiedras, haciendo el amor con Morfeo? Lo onírico es ese ámbito en el cual, si nos aliamos con los dioses benévolos, podemos sentir que vivimos otra vida, esa anhelada, esa que se nos ha negado.

¿Aferrarnos al sueño es una huida, un gesto cobarde, pusilánime? No, tan solo una tentativa de trascender el férreo cerco de nuestra libertad. Esa potencia teórica de decidir que, de facto, se asoma tímidamente en nuestra existencia como un podía, pero no debía; no podía, pero quería.

Morfeo, según el mito griego, se encargaba de inducir los sueños de quienes dormían y de adoptar una apariencia humana para aparecer en ellos, especialmente la de los seres queridos permitiendo a los mortales huir por un momento de las maquinaciones perniciosas de los dioses. Fue castigado por Zeus por haber revelado secretos a los mortales a través de sus sueños.

Por ello, ¡Oh, Morfeo! Rescátanos de nuestra escasez, de nuestra carencia. Ese no ser lo que querríamos, al estar desposeídos de auténtica libertad, y desafiando nuevamente a Zeus, llévanos a ese viaje edénico en el que se realiza esa ficticia existencia que nos permite soportar la que tenemos.

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