Vivencia y lenguaje.

Un comentario

Ocurre, a veces, que las emociones nos impelen a expulsar a borbotones palabras que expresen sentimientos, intensos y desbordantes. Sin embargo, paradójicamente, no disponemos de esas palabras y necesitamos crear surcos lingüísticos que nos aproximen a esa experiencia que no parece dejarse decir. Alguien se opondría argumentando que sin lenguaje no hay propiamente experiencia, al cual podríamos pedirle que precisara qué entiende por experiencia. Esta, a mi juicio, es antes que nada vivencia y, ciertamente el lenguaje conceptual es nuestra forma racional de dar sentido a esa experiencia. El problema es que dependiendo de los términos de los que dispongamos el significado de nuestra experiencia será uno u otro. El lenguaje no es neutro, es decir, las formas lingüísticas que predominan en unos contextos u otros no son inocuos, sino que nos fuerzan a entender la experiencia tendenciosamente.

¿Cómo desprendernos de esa manera de encorsetar nuestra experiencia? Quizás, viviéndola, o dicho, en otros términos, hundirnos en los sentimientos que nos bullen, sin miedos ni rastros anteriores, hasta que las palabras se combinen para significar la manifestación de la experiencia, sea o no lo que el contexto impone como válido.

Cierto es que a menudo nuestra conexión entre el sentir y la facultad del decir parecen haber sido rasgadas de cuajo. No hallamos, por embotamiento el hilo que conecte fielmente, o lo máximo posible, la vivencia con la palabra. Y ahí es donde la metáfora, a la que hacía referencia anteriormente, es la imagen que espejea nuestro interior.

La literatura, la poesía y, esto es importante, la filosofía necesita de metáforas que, manifestando, con un requiebro, eso que parece constituir nuestra experiencia, no fijen significados estancos, sino que queden abiertas en ese fluctuar que permite la imagen, a fin de que podamos ir vadeando emocionalmente y en consonancia lingüísticamente.

Recuperar el valor de los mitos -que las palabras puedan constituir mito y no logos- es una exigencia en los tiempos que vivimos para no falsear y unificar la diversidad de experiencias, o sea, que todos los X vivencian de la misma manera su manifestación Y; ya que, nos apercibamos o no, seguimos sometidos a la voluntad de que los grupos o clases unidos por algo común devengan idénticos, y esa tendencia a continuar clasificando, por ejemplo a una diversidad en grupos reivindicativos no se halla muy alejado de lo que venimos poniendo en tela de juicio, porque finalmente se imponen ordenaciones en las que los individuos deben ser de manera determinada. Quizás la vuelta de rosca consista en desprendernos de premeditaciones interesadas y rescatar el término persona, incluso sin obviar su sentido de máscara, para que al margen de la idiosincrasia de cada uno -gran parte de la cual no tiene por qué ser pública- convivamos y constituyamos comunidades igualitarias y justas, sin que las diferencias nos distancien. Eso pretendió en su momento el concepto de ciudadano durante la modernidad, aunque los hechos nos indiquen que esa formulación fue, tal vez, un fracaso.

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