No sabemos cómo proceder cuando nos sentimos desbordados por una amalgama de ideas que pujan entre ellas por obtener la prioridad en nuestro quehacer. Intentan estas inquietas ideas manifestarse como una necesidad imperiosa que debemos clarificar en nuestro interior. Hace unos días comentaba que mi motivo para escribir es aprender, y ciertamente en este proceso que se desencadena cuando explosionan ideas, que parecen cobrar vida propia, me impele a clarificar el significado, la interconexión, lo que otros han entendido, a fin de saber cómo florecen en mi interior, qué matices adquieren y cómo establecer el suelo sobre el que deben seguir desplazándose y desordenándose. Es algo así como ordenar contenidos para que se descompongan y sea necesario volver a ellos para resignificarlos.
Si esta tarea, nada sencilla, de clarificación no se lleva a cabo se produce una batalla aniquiladora en la mente: las ideas terminan por desmenuzarse entre ellas y ese desborde inicial acaba convirtiéndose en un encefalograma plano. Nada sucede en mi interior. No hay materia. No hay pujanza. No hay vida.
Sin embargo, no es menor el esfuerzo que exige este repensar y captar la interconexión entre esa amalgama de ideas e imágenes. Cualquier intento, que inicio, parece desembocar en un reiniciarse, un comienzo desde un punto de partida distinto que a su vez me conduce a otro nuevo instante. Esto sí que es hallarse en un laberinto del que quizás no quiero salir, sino descubrir los recovecos y atajos para establecerme laberínticamente en la existencia.
Disponer de un mapa mental del recorrido laberíntico deshace el laberinto, sin embargo, no porque haya escapado de él, sino porque me he hundido en los instantes más lúgubres y me he recompuesto desde una originalidad propia, singular y siempre fluctuante. Esta condición cambiante me reintroduce en nuevos laberintos que necesito disolver.
Quizás, la existencia no sea más que desde la propia corporeidad -en la que están con propiedad los otros- deambular por laberintos que nos conduzcan al laberinto final, que es morir. De éste sí que no sabemos nada, y sea quizás El Laberinto por excelencia.
Una mirada sobre este laberinto la ofrece Ricardo Espinoza Lolas en su nueva obra «Ariadna. Una interpretación queer». Ed. Herder, quien en la contraportada afirma:
«(…) Ariadna nos permite no solo ser humanos en movimiento, en trans, sino también romper con los límites que nos imponemos a nosotros mismos cuando nos traicionamos y no nos emancipamos de tantas necedades y construimos el laberinto de nuestro propio encierro. Ariadna acontece con ese pudor que nos sana y nos redime. Ella somos todos, yo, los otros. De allí que sea Ariadna queer,»
Por el momento, ayer asistí a la presentación y la idea de una Ariadna como la apertura de una trilogía sobre lo femenino -dos volúmenes más nos ofrecerá Espinoza- es una lectura filosófica sustancialmente diferente, a partir del mito podemos entendernos. Por ahí, seguiré ahora y os invito a su lectura, ya que por pasión u oposición lo que no produce es indiferencia, vacío y nada.