Locos o muertos.

Estamos destinados al colapso, a no ser que nuestro cerebro posea una plasticidad y regeneración infinitas. No parece que esto último sea posible en esa materia gris cartografiada con circunvalaciones porque sabemos que las neuronas no se regeneran. Sus conexiones, que están al servicio de la adaptabilidad al entorno, deben oscilar en un umbral de coherencia que nuestro cerebro pueda asimilar. De lo contrario, deberíamos incluir como actividad admisible y no estigmatizada la locura.

La locura como estado mental que atribuimos a quienes consideramos que no razonan o actúan con realismo y coherencia, sino a partir de ensoñaciones, delirios, etcétera, … debería ser calificado como el único estado mental posible en nuestro tiempo.

Unos tiempos vertiginosos, volátiles y tan diversos que nos obligan a asumir como válido o verosímil un acontecimiento y su contrario. Una dialéctica de la contradicción que se normaliza solo puede sostenerse desde la locura.

Si nos detuvieramos a analizar el comportamiento de grandes personajes de nuestra época y de las atrocidades con las que duermen, tendríamos serias dificultades para explicar cómo una mente puede entrar en ese estado de letargo sin sentirse acribillada por todo lo que esconde en su desván. Entre este estado de insensibilidad y los delirios de quienes han sido considerados locos, no creo que haya diferencias sustanciales, porque uno solo imagina y lo medicamos para que no actúe, pero el otro actúa y los que se medican son los otros para tolerar la tragedia de ser humano.

La locura es el único estado mental que nos permite tolerar lo que somos y lo que hacemos. Quien no se considere loco solo le resta autoniquilarse, porque ya no queda lugar para la cordura.