Existe una idea recurrente a lo largo de la historia de la filosofía, que en tiempos duros como estos no puedo evitar recuperar. Desde los griegos, parece que algunos filósofos han coincidido en distinguir dos tipos de hombres: los que han visto por su habilidad más elevada que la mayoría, hombres sabios, despiertos, más desarrollados, lúcidos como serían según su pensamiento: Heráclito, Platón, Mill, Cioran, Camus, por citar algunos ejemplos, y el resto de humanos que viven una vida más vulgar porque no han lanzado su mirada tan lejos. Esta visión aventajada es una virtud y un camino hacia la felicidad, podríamos decir en términos generales, hasta que a finales del siglo XIX Nietzsche predice la muerte de Dios y el advenimiento del nihilismo. A partir de aquí la nitidez del mundo, de las ideas y de todo lo que rodea al hombre se enturbia de una neblina difícil de evaporar. Los lúcidos, los aventajados se topan con el absurdo, la nada y el sin sentido. ¿Es esto ver más allá que los demás? ¿Es esto la sabiduría? Visto así, tendremos que reconocer que, esa capacidad de ver más allá, no es una virtud orientada a la felicidad. Puede ser una virtud, en cuanto el que reconoce el abismo que le espera puede actuar en consecuencia, sin engaños, pero estaremos con Kant que la virtud no necesariamente implica la felicidad en este mundo –y no estamos por reconocer otro-
En definitiva, algunos están condenados a ver y a orientar sus días desde esa atalaya particular, porque el que ha visto ya no puede vivir como si fuera ciego–esto no es una escenificación política – Otros, tal vez no vean nunca y esa ignorancia los haga volubles, pero al menos no padecerán angustia metafísica.
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