Si instalados en el silencio, sintiéramos los pálpitos acelerados de quien desconfía, reprocha y exige, deberíamos recurrir a la virtud platónica de la templanza, dejar declamar al otro hasta su extenuación y, ya abatido de su absurdo discurseo, hacer de nuestro silencio un lecho plácido para su descanso. Así, reiteradamente, cada acceso de rabia, celos o narcisismo, esperar pacientemente a que se agote y tornar a tenderle el tálamo reparador de su propio dolor, ese que solo le pertenece a él.
Ya abandonado el silencio, podríamos forjar interrogantes, dudas desde la libertad que nos dignifica, sin sentir que nos atrapa exigencia alguna, cargada de emociones que culpabilizan.
Ahora, ocupando el espacio y estado deseado, sin necesidad de hacer partícipe a nadie, podríamos vagar por el límite mental que nos sostiene, siempre con el riesgo entre las manos. Una vida sórdida tal vez, pero propia, aunque inapropiada, pero nuestra y libre.