Nos cuesta mucho admitir que el mal sea exclusivamente fruto de la condición humana, al igual que lo es el bien. Quizás porque los tiempos que nos han tocado vivir nos mantienen alerta de parte de ese virus maligno que nos contagiamos unos a otros, y nos parece desproporcionado, espantoso, salvaje. Actos de una crueldad monstruosa que nos resultan difícil metabolizar, pero que han brotado de las mismas manos que horas atrás han estado amando, o acunando a otros seres. Este antagonismo, por el que a algunos denominamos enfermos mentales, está tan extendido en la faz de la tierra que parece que hayamos desarrollado una capacidad de conectar con el bien o con el mal según las circunstancias. Algo así como ciborgs que se programan para una tarea en un momento y no son capaces de dirimir lo adecuado en cada momento. Nos hemos convertido en fanáticos maniqueístas, como niños sin facultad de razonar que dualizan el mundo entre buenos y malos, y bajo este simplismo actúan. Esta ceguera ética ha agudizado e intensificado la capacidad para hacer el mal sin límite ya que es contra los auténticos malos que estamos ejerciéndolo.
Esa condición nos pertenece, y esa ola de maniqueísmo se infiltra subrepticiamente. No nos consideremos mejor que nadie, solo necesitamos un contexto adecuado.