La honestidad, virtud inherente a cualquier otra, no siempre es reconocida ni ponderada en el valor que posee. Exige un ingrediente de generosidad, autenticidad y descentramiento del yo, a fin de priorizar lo veraz por encima de cualquier interés particular. A menudo ser honesto perjudica, en la medida en que supone un desnudarse ante los ojos de quien no sabe mirar y saca provecho de las circunstancias, o desdeña el gesto ajeno como una trivialidad.