A quien se siente sobrepasado por la realidad, no le restan más que subterfugios falaces consistentes en: rebelarse contra ella legitimándose como víctima sin receso, o bien la huida eterna. La primera opción implica deformar lo que acontece, como si el sujeto preso de una paranoia, sintiera todo suceso como una especie de ánima maligna que lo persigue para destrozarlo. La segunda, no tiene vuelta atrás, por cuanto supone cercenar la propia vida de cuajo.
Desde esta perspectiva, deberíamos preguntarnos por qué hay individuos que se sienten desbordados por el exceso de realidad, hasta el punto de no poder soportarla. Quizás, ésta fue excesivamente cruel cuando, el entonces niño, era incapaz de entender y asimilar lo que acontecía y solo se llevó como rastro pavor, terror, inseguridad y soledad. O, tal vez, existen sensibilidades epidérmicas, cuya naturaleza no está dotada de resortes de defensa que puedan protegerla de la enormidad de lo real.
Sea como fuere, son vidas difíciles de sostener sin apelar al derecho de autolisis y, en su caso, ejercerlo.