¿Qué debo hacer? Se preguntaba Kant urgido por la necesidad –que respondía a su propia convicción- de hallar una forma que universalizara las normas morales. Hoy, recluido el deber en el ámbito de lo privado por una escisión nada apropiada entre individuo y sociedad, quienes siguen zarandeados por la urgencia kantiana se preguntan con una actitud posibilista: ¿Qué puedo hacer? Cuando la respuesta se ve anudada en una maraña de hilos anónimos y no logran desligarse de los estrechos límites del entresijo urdido, cuando no hay más que silencio ante una nada que niega toda posibilidad, se refugian en el reducto de lo inmediato consolándose en un “poder hacer” mínimo que no satisface las exigencias ni morales, ni políticas.
Así, nos apercibimos que entre el ”deber” y el “poder”, de los que hubieran devenido sujetos, se ha erigido un muro invisible, pero indestructible que niega la conexión entre la vida y la acción, que nunca es una abstracción fuera del espacio-tiempo –como ya nos enseñó Kant-
Resta, pues, una aceptación imprescindible de lo imperativamente impuesto desde el exterior o morir en el intento de no ser más que un gusano arrastrándose por el asfalto.