No hay oleaje con poderío para arrostrar cuanto de antaño sedimentó en nuestra memoria. Instantes fugaces que nos irrigan de emociones benévolas, que sucedieron sin disponer de otra habilidad que rememorar esa fragancia que nos legaron a su paso. Y de esas reminiscencias vivimos, procurando alcanzar la convicción de que son esos rastros vívidos los que nos invitan a trascender el ámbito de la mera existencia, la cual nos vino dada, impuesta y con la que, a menudo, no sabemos qué hacer. Así se trasluce la compleja sencillez de nutrirnos, sin interrupción, del aroma de lo bello y bueno que, ese soplo de benignidad escasa, ventiló la difícil tarea de ser, sin arrogancias, pretensiones o desvariando con utopías facilonas.
Quizás porque vivir no sea más que absorber aquello digno que la existencia discretamente nos proporciona.