En el ennegrecido silencio de la noche, agotada ya la barahúnda que nos destartala como robots de hojalata, emana un hilo de voz diferente; un decir que sin fonética que irrumpa en el templo nocturno de la revelación, nos conecta con lo amagado y reprimido de nuestro sentir diurno. Es ese tiempo privilegiado en el que estamos espejeándonos, miremos hacia donde miremos, y cuanto retorna a nosotros nos matiza, pule y lustra.
Así encaramos el día posterior con la percepción de ser algo mejores, porque el duende de la noche que albergamos en nuestro interior dice lo que debe ser dicho y lo que puede ser escuchado. De esta forma, parecemos renuevos dispuestos a crecer ante la adversidad.
Por eso, el silencio nocturno me fascina. Es el momento privilegiado para dialogar con uno mismo y ese alter ego que todos tenemos, y reconciliarlos para permanecer con cierta fortaleza y dignidad en este auténtico “valle de lágrimas”.