Si de súbito nos azota una pérdida, cual tsunami devastador y encarnizado, solo resta porfiar; obstinados y aferrados a la convicción de que podemos proseguir la vida. Pero ¿Qué vida es esa que lacerante nos desalma, descuajándonos doblemente y nos expele a una escupidera putrefacta?
Pues, o bien una vida en toda su profunda polaridad –placer y dolor imbricados- o acaso un desafío cósmico que mesura la resistencia del ínfimo, aunque presuntuoso, ser humano.
Sea como sea, rehacer nuevamente una existencia ya desgajada es un reto heroico que tan solo palpamos en su aguda soledad cuando somos los desproveídos de mucho. Y no por cantidad, sino por relevancia afectiva y humana.
No hay palabras, ni gestos que se escapen de lo protocolario en esas circunstancias, y que sirvan de consuelo a quien desesperado se siente hundiéndose en la oscuridad.
Es un momento de rigurosa soledad, y ante lo que allí surja o resurja tan solo podemos sostener, por respeto y humildad, el silencio de quienes acompañan extendiendo el alma para contemplar lo que devenga, sea de la naturaleza que sea: el arraigo a otra posible vida o el anhelo de deceso que finiquite esa herida sustancial.