Si la intimidad queda deslavazada ante la contemplación ajena, y ese ajeno que contempla no repara en el empeño de desustanciar lo propio del otro, o el suicidio interior que en su presencia se produce, se hace cómplice del destrozo inexorable que acontece.
Porque allí donde no se puede soportar la mirada externa, esta debe ser desviada por el tacto del observador que impúdicamente se ha recreado morbosamente.
Acaso son tiempos de disolución entre lo privado-íntimo y lo público, faltos de vínculos que fortalezcan esa distinción, y alentados por medios de comunicación que hacen de la existencia ajena un escarnio, para hurgar en esa maldad que resguardamos por recato.
Sin intimidad, no puede generarse un sujeto con la enjundia necesaria para ser un crítico –en el sentido kantiano- de sí mismo y del entorno que lo atenaza.