Agazapado, entrelazando sus miembros periféricos como un infante que se escurre entre su propia oscuridad para dejar de estar, se mantuvo durante horas, casi sin respirar; su deseo era abandonar esa presencia que lo delataba y lo tornaba diana de dardos envenenados. En un rincón, recubierto de penumbras, creía hallarse indemne, protegido por inexistente y, con el tiempo, olvidado. Pero, aquel pavor helado le impidió descifrar cuándo y cómo retornar discretamente al mundo, y las horas fueron días, y después meses. Hasta que, cierto amanecer condujo, atormentado, a otro prófugo existencial, ya exánime e inánime, es decir mera osamenta, y excavando un recodo para ocultarse, se espejeó en el esqueleto de ese fugado anterior que se quedó preso de su propia huida. Aquella visión, o tal vez espejismo o delirio, le indujo a buscar una altitud certera para dejar de ser con prontitud, alejándose del riesgo de devenir un humano consumido por el terror a lo ajeno. Era, consideró, más conveniente abandonarse súbitamente, sin padecer una agonía similar a aquella de la que le urgía protegerse. Así, asió los restos de su compañero, y se precipitó desde una altitud inmensurable. Todo finiquitó brusca y apaciblemente, sin que nadie se apercibiera de ambas ausencias. Era, pues, lo más benévolo.
¿De qué se protegían ambos evadidos? Acaso de un sí mismo masacrado por el dolor; o bien de un entorno hostil que los regurgitaba sin pudor hacia el recodo más putrefacto, reaccionando ante el nihilismo solitario y repudiado que encarnaban. Probablemente por su actitud vital, ya que las hay que resultan intolerables en una sociedad que encumbra a los más ciegos.
Tengo que dosificar tus escritos. Me hacen pensar demasiado. En serio. Un saludo, Ana.
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Gracias, de eso se trata, yo no puedo evitarlo
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