Domingo de desconfianmiento: el rito iniciático de Amaia

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Los propósitos iniciales deben estar supeditados, a veces, al flujo de emociones desbordantes que no nos dejan opción: exigen su manifestación, y esta forma de explosionar puede darse lingüísticamente. Así que, prescindiendo de lo previsto, necesito recordar algo que ni tan solo he visto, ni observado directamente; solo un breve video de móvil que me estremeció, porque sentía, como si fuera ella, ese terror infantil ante lo incomprensible. Ella es Amaia, ningún personaje de ficción, una pequeña de tres años que se me incrustó en el corazón desde que la vi crecer en el vientre de su madre. Alguna vez he hablado de ella, de todo lo que me ha dado, sin saberlo seguramente, pero con toda la espontaneidad y sinceridad de quien aún no ha sido espoleada por la vida.

El domingo pasado, ese día tan anhelado por niños y padres de todo el país por poder disfrutar de la oportunidad de oxigenarse del encierro y desbocarse correteando y minando esa ansiedad agolpada, no tuvo esa fisonomía para Amaia.

Ella, son sus ojos y pestañas grandes y ese negro intenso -que tanto te interroga, como te riñe, como pícaramente te enamora- tenía serias dudas sobre el porqué, y después de días recluida, ante la presencia en las calles de un bichito maléfico, ya era el momento de salir; más aún cuando debía ponerse una mascarilla para protegerse del susodicho “insecto”. Su mente no entendía esa lógica adulta tan ilógica: si aún hay peligro ¿para qué salimos? Así es que el único motivo que supo hallar para semejante aventura indeseable fue la propuesta paterna de ir a comprar un huevo de chocolate ¡Esa tentación era excesiva! Así que, con el rostro temeroso, pero azuzada por la convicción de su padre de que ya podían ir a comprar, se agarró a su patinete, como quien se agarra a un clavo ardiendo, y con su casco inició el descenso a los infiernos desde el ático de su casa. El objetivo: el huevo.

Ya en la calle se desplazaba rígidamente y despacio en su aliado, el patinete, con un semblante pálido de miedo y todas las prevenciones de las que era capaz. Ante cualquiera, que se cruzara, se quedaba paralizada, arrimándose a su protector paterno. Lo escrutaba con esa mirada de reojo de desconfianza, sin perder detalle que indicara indicio de riesgo, y cuando ese ser con bozal se alejaba, dejaba a Amaia con la duda de si no sería ese el bicho del que había que huir. Pero la tranquilidad de su padre la sosegaba y le iluminaba la expresión recordando su gran propósito repleto de chocolate. Proseguía, avanzaba como una heroína; nunca más que en es momento hubiera deseado ser Lady Bug para deshacerse con sus superpoderes de ese intrépido bicharraco que había paralizado a tantas personas queridas: hacía ya cuarenta días que nadie iba a verla, ni abuelas, ni tías, ni su primo. Ella tampoco podía ir a jugar con nadie. Así es que, en pleno pavor, sintió como emergía la fantasía de salvarlos a todos y noquear a los malos, esos diminutos, invisibles enemigos con los que tan difícil era luchar si no podía verlos. Aunque no tenía claridad sobre si los malos eran realmente tan ínfimos, como sus padres le habían explicado, o, en realidad, eran esos seres gigantes que se desplazaban con bozales y la observaban, unas veces indiferentes, y otras con una sonrisa que se traslucía por sus arrugas oculares.

Apurada, llegaron al quiosco y conquistó su premio. Ahora, había que volver a casa, donde seguramente su mami la esperaba entre preocupada y sedienta de saber cómo le había ido a la pequeña Amaia la aventura más difícil con la que había lidiado en su vida.

Fue un rito iniciático. La primera experiencia realista de lo que supone vivir en un mundo repleto de depredadores. Ahora, tres días después aguarda para repetir esa experiencia, solo necesita un goloso objetivo que la llene de coraje; acaso porque empieza a intuir que ni será Lady Bag, ni salvará de la manera en la que ella creía que podía ser salvífica para sus seres queridos. Los que la queremos -que somos un montón- intentamos que se sienta un regalo divino porque, aunque ella no lo sepa, ha sido reparadora y redentora del mal sufrido por muchos de los adultos que juguetean con ella.

Esta historia acabará, Amaia, con la victoria de los buenos, como los cuentos de hadas certifican siempre a los niños. Y los buenos, a pesar de lo breve de tu vida, ya sabes quiénes son: aquellos que volverás a frecuentar casi a diario compartiendo juegos, revolcones y arrumacos infinitos.

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