Posiblemente, todos los intentos de Arthur por desprenderse de esa sustancia viscosa que entrelazaba sus dedos y le impedía tocar cosa alguna sin que esta restara, a su vez, presa de ese enredo que se le antojaba por necesidad onírica; eran infructuosos.
Por esa razón se propuso fingir la ausencia de esa especie de baba pegajosa y actuar como si o bien fuese realmente un sueño, o se tratase de un delirio antojadizo. Así, cogió las prendas para vestirse —la ducha había resultado inútil— y cuando intentó enfundarse los calzoncillos no solo notó cómo el pie quedaba impregnado y pasaba a formar parte de ese panorama inusitado, sino que la ropa interior no ascendía más allá del tobillo porque, entre los hilos viscosos que adherían los dedos de las manos a los pies, se había generado una especie de telaraña de un grosor y una elasticidad de tal calibre, que incluso le costaba diferenciar qué lugar ocupaba cada órgano de sus extremidades en aquel entramado demoniaco.
Agazapado, con la espalda curvada y las manos confundidas con los pies y con el calzoncillo, se dirigió a la cocina a buscar unas tijeras para ir seccionando de cuajo tanto despropósito. Pero, como cuando algo puede ir mal, de facto ocurre, la herramienta cortante se quedó a su vez enganchada, como si de un pegamento compacto se tratase, a esa puta sustancia, que estaba a punto de desquiciarlo y llevarlo a gritar sin ningún prejuicio para que alguien acudiera en su auxilio.
Cuando decidió priorizar su estabilidad mental y proferir alaridos de auxilio para que alguien lo ayudara, forzó tanto la garganta que a los minutos de iniciar su profusión de socorro casi no le salía la voz. Pero, entonces, sucedió algo que terminó por enmarcar aquel suceso en algo enloquecedor: le llegaba a sus oídos el eco de sus propios quejidos, cuando ya se había callado, aumentando progresivamente su intensidad y alcanzando unos decibelios insoportables.
Decidido, se dispuso a saltar por la terraza —vivía en un primer piso— porque consideró que los daños no podían ser muy graves y que sería la manera de que un equipo médico le liberara de esa maraña indescriptible. Pero, consecuente con la denominada ley de Murphy, la puerta se hallaba cerrada y, siendo esta de carpintería de aluminio, solo se le ocurrió intentar que cediera al verde la cerradura de ese color rojo que le estaba perforando el alma, introduciendo la lengua y algún diente y presionando con todas sus fuerzas. Todo fue inútil. Se dejó caer al suelo, en una postura rara, es decir, la única en que podía dejarse ir hasta que alguien que lo echara de menos acudiera a su casa y se apercibiera del trágico y absurdo drama en que se hallaba.
Cinco meses más tarde encontraron el cadáver envuelto casi totalmente en esa sustancia viscosa que parecía haberse reproducido alimentándose de su desesperación.
Imprevisiblemente, cuando todo se había revestido de realidad, se despertó con taquicardia y un ahogo que no permitía respiro. Enseguida pensó que su sueño era una fábula urdida e incrustada en su mente por algún ser extrasensorial, quien le urgía a desprenderse de todo aquello que le atrapaba y lo sometía en su vida. Consciente de que su cautiverio iría extendiéndose ilimitadamente hasta provocar su propio suicidio.
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