La génesis de nuestra personalidad es compleja, multifactorial y difícil de representar mediante un esquema simple que resulte clarificador. Devenimos zurcidos pacientemente como una pieza de lana, punto a punto ajustados apropiadamente; o por el contrario hay filamentos más tensados, otros débilmente anudados y de ese tejer, no plenamente controlado, surgimos nosotros con nuestras capacidades, deficiencias y dificultades.
De esa generación puede alumbrarse un individuo que vaya deshilándose con prontitud y que a fuerza de cercenar las hilachas se vayan rasgando fracciones nucleares –aunque ignoradas como tales- que deriven en alguien con el alma descuartizada.
Es decir, un descuartizado –no descuartizador- que, trascendiendo el paralelismo con la pieza de lana, sea un ser destinado a penar aspado, agónico y carente del lado afable del vivir.
Un carácter de tal guisa, aderezado con un temperamento melancólico –según la clasificación de Galeno inspirado en el gran Hipócrates- se debate a lo largo de su existencia entre su hipersensibilidad, su abnegación, su creatividad, su introversión y su perfeccionismo.
Fijémonos cómo una persona que posea una extrema sensibilidad, es decir una alta capacidad de notar los estímulos procedentes del exterior, sazonado con un perfeccionismo insobornable, mostrará una intolerancia aguda a su juicio y al ajeno, centrándose exclusivamente en los aspectos negativos. Esta manera de asimilar la crítica es fuente constante de sufrimiento por cuanto nunca es como debería ser, según su propio patrón que es ideal por su perfeccionismo. Lo cual le genera culpa y necesidad de castigo.
Además, su abnegación inducirá al sujeto a sacrificarse y asumir por el bien de los otros –perjudicados por la existencia de alguien como él- la deuda infinita que va acumulando al no cumplir con su debería interno. Si a esto añadimos su introversión, nos situamos ante una persona con bloqueos comunicativos que le aíslan del mundo, recreando de forma obsesiva un bucle mental de autoinculpación, miseria e indignidad.
Aquella aptitud que podría reparar su idiosincrasia melancólica sería la creatividad, esa habilidad para extraer de la nada un algo genial y al alcance de pocos. Pero, desgraciadamente alguien de sus características acostumbra a ser etiquetado socialmente como “friki” –que aún posee un componente jocoso, hay quien se esfuerza en serlo- o lo que es peor “raro” ¿Por qué peor” porque las rarezas despiertan temores, desconfianzas en las acciones que ese individuo podría llevar a término, mientras que el “friki” no es más que un impostado que necesita ser “visto”. El raro, por su parte, se resguarda en la penumbra para pasar desapercibido y acaba entendiendo en ocasiones que su genuina creación no es más que una estupidez mezquina.
Tan solo aquel que siendo melancólico se afirma en su auténtica originalidad acaba siendo un genio, acaso incomprendido por sus congéneres pero redescubierto, no pocas veces, como una figura incomparable y única que ha sido capaz de aportar novedad y dinamismo estimulante a la cultura.
No obstante, la cuestión es si todo genio, por su excelencia, debe pagar el tributo del dolor, el menosprecio, la marginación y, seguramente aquí reside la causa primera y final –en términos aristotélicos- la envidia, que despierta los sentimientos más innobles de los otros hacia quien es capaz de algo excelso, deífico, eminente y magno.
Como aseveró Schopenhauer -¿un genio?-
“El talento alcanza lo que ninguna otra cosa puede alcanzar; el Genio alcanza lo que nadie más puede ver.”