CÁNONES DE BELLEZA Y MUJER. VisiBiliz-ARTE. Mi relato en la obra colectiva.

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El colectivo Visibiliz-Arte, liderado por Esther Tauroni, ha publicado una serie de obres de relatos escritos por casi una cincuentena de autores. El principal objetivo es visibilizar el sometimiento, desprecio y maltrato que ha sufrido la mujer, mediante la historia del arte, por parte de una sociedad patriarcal en la que la convicción de que la mujer era un objeto, al servicio del hombre, estaba inoculado en el inconsciente colectivo. Tanto hombres como muchas mujeres asumían la situación como lo normal, lo que se halla subsumido al patrón hegemónico y normalizador del orden social. Obviamente, no todo individu@ se conformaba y sometía al imperativo institucional y social, pero, quien osaba no hacerlo, se veía expulsado o juzgado por ello.

Os adjunto mi relato de la última entrega de esta serie: CÁNONES DE BELLEZA Y MUJER —que podéis encontrar a través de Amazon—

TÍTULO: BULIMIA. Inspirado en un retrato de mujeres contemporáneas de Kurasov

Zina era una mujer estilizada que desprendía ligereza y una sorprendente capacidad acrobática que despertaba una curiosidad añadida a su figura y su saber estar como mujer independiente. Se deslizaba con un ritmo acompasado, que no dejaba indiferente a nadie tras su paso, dejando una estela de proporciones perfectas y casi geométricas. Como si fuese un personaje de un cuadro de Kurasov. Al menos esa era la semblanza que deseaba ofrecer a quienes depositaban en ella su mirada.

Pero ¿Quería realmente esa apariencia o se sentía urgida a alcanzarla para sentirse reconocida, admirada y evitar cualquier desprecio, mofa o comentario denigrante sobre su figura? ¿Era tan independiente como se mostraba?

Un día recibió una carta que la dejó desolada. Una expresión triste y un contoneo casi imposible de su cuerpo que parecía expresar su indignación por las palabras leídas. Ni el colorido explosivo de su vestuario podía amagar esa tristeza y ese dolor que sentía. Se supo tiempo después que era una carta de un antiguo novio, cuyo rencor había vertido una retahíla de desprecios, ninguneos y críticas sarcásticas sobre Zina, al compararla con su actual pareja. Esa era una de las circunstancias que la situaban frente al espejo y se escupía a sí misma, literal o metafóricamente, pero lo que sí es cierto es que al verse sentía asco, repugnancia de sí misma. Parecía identificar sin ambages su persona con su físico y, por ello, cualquier duda que la acechaba respecto de su figura como mujer desataba en su mente una vorágine de emociones negativas y autodestructivas.

En el habitáculo de su soledad —al margen incluso de su marido— libraba una batalla tortuosa entre su mente y su cuerpo. Su corporalidad ideal exigía una dieta alimentaria equilibrada, que se veía truncada por la pérdida de control de la impulsión de comer y una gran inestabilidad emocional. Este cuadro lo combatía, a su vez, con ingestas desproporcionadas.

Tras cada atracón la culpabilidad la atormentaba por ser una cerda engullendo cuanto encontraba a su alcance. Y esa falta, en la que se descubría a menudo, la obligaba con el propósito de hallar cierta paz mental, dirigirse al baño y tras introducir sus dedos hasta el esófago provocarse un vómito que purgaba su cuerpo y su culpa. Además, los días posteriores tomaba laxantes para acabar de limpiar la suciedad de su acto animalesco, como ella lo percibía.

Estos episodios eran cíclicos, aunque Zina mantenía la compostura ante los otros y nadie hubiese dicho de ella que era una mujer sufriente. Al contario, su apariencia colorida y segura le permitía deslizarse con paso firme allá donde se encontrase, y en la situación que fuera. Su aspecto era saludable, no mostraba ninguna delgadez extrema, sino una proporcionalidad de formas envidiable. Se codeaba con habilidad entre los otros, destacaba por su cuerpo y su contundencia social.

Sin embargo, solo ella sabía del padecimiento que escondía desde hacía muchos años. Incluso cuando salía con su anterior novio, ese cuya carta había provocado su última crisis bulímica. Por el tipo de trastorno alimentario, restaba oculto a la vista de cualquiera, nadie sabía de su baja autoestima, su autodesprecio y su necesidad de castigarse con purgas que iban poniendo su salud en peligro, aunque ni ella misma fuese consciente de ello.

Un día, anulada por otra crisis impulsiva, se sometió a tal sesión de vómitos que acabó por expulsar sangre. Eso, obviamente la alertó, porque no entendía qué es lo que había funcionado mal esta vez y a qué se debía esa regurgitación sanguínea que le costaba atajar. Acabó perdiendo el conocimiento y fue encontrada en una de sus posiciones acrobáticas —hasta en ese momento mantenía esas formas tan interiorizadas— por su marido y trasladada con angustia y consternación a un centro médico.

El diagnóstico fue perforación de esófago y deshidratación, por lo que pasó a formar parte de la unidad de cuidados intensivos.

Durante los días que pasó ingresada bajo un estricto control, había una parte de ella que temía no poder esconder por más tiempo cuál era su secreto para mantener ese cuerpo aparentemente envidiable. Sin embargo, había un recodo incisivo en su mente que se congratulaba de los días que pasaría allí y que le permitirían disminuir aún más su peso. Zina no podía interpretar su existencia desde otra perspectiva porque se hallaba subyugada al patrón de belleza que se imponía en su momento. Cuerpos minimalistas, cuyas formas eran reductibles a triángulos con ángulos agudos. Adaptarse a ese ideal era una condición sine qua non para ser tenida en cuenta y, tal vez, después poder demostrar, como persona que era, que poseía otras virtudes más allá de ser un cuerpo sujetado.

Tras esos días de recuperación física, su marido se mostraba enojado por el escándalo de su estancia hospitalaria y por los rumores y cotilleos que corrían entre las mujeres de esa clase hipócrita y burguesa de la segunda mitad del siglo XX. La tachaban de histérica y se comentaba que su cuerpo artificial era producto de un acto de voluntad enfermizo.

Zina redujo más su peso a raíz de los problemas físicos que padeció y, ahora, sus ángulos conformaban acutángulos que hacían de su figura un alma en pena. Aunque, lo cierto es que el mayor pesar yacía en su interior y en esa impotencia de ser lo que se esperaba o se exigía de ella en una cultura de la apariencia. Ya nos gustaba de pasearse por las calles, ni los actos sociales. Se recluyó abrumada por el desprecio de su marido y el del entorno social perfecto al que ya no podía pertenecer. Así que se entregó a la desidia, se desfiguró progresivamente y se transformó en alguien sin espíritu. Y cuando uno siente que su alma también la ha abandonado solo le queda la opción de ir en su búsqueda esté donde esté.

Su sepelio fue un alarde de lujo, hipocresía y palabras de halago hacia alguien que falleció oficialmente por un paro cardiaco. Nunca se oficializó la auténtica causa de su renuncia a la vida, porque fue una dejación voluntaria.

Ahora ya tenían alguien a quien idolatrar como modelo de mujer irreprochable, a la que una maldita enfermedad se llevó sin piedad. Alguien que cuidó su figura y su saber estar en sociedad siempre, y a la que su marido —cual florero exótico— exhibió orgulloso durante años. Esa fue Zina, la que dejaron que fuera, y cuando se deslizó del canon ella misma se consideró indigna de vivir.

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