Realismo distópico

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La desconfianza es una actitud existencial básica de quien ha sido víctima de engaños, decepciones y manipulaciones desde la más tierna infancia. Consiste en un mecanismo de autoprotección que hace del individuo un vigía de sí mismo con relación a lo otro. Obviamente, estos individuos requieren de largo tiempo para constatar reiteradamente que el otro no es un impostor. Y, como casi todo, implica limitaciones para el propio sujeto porque su estado de alerta ansioso le incapacita para establecer vínculos estrechos sin que sobre vuele siempre en un recodo de su mente la duda de si está volviendo a ser un ingenuo.

El mantra que opera consciente o inconscientemente es desconfía porque tarde o temprano se caerá la máscara de ese rostro aparentemente fiable. Es lo que en psicoanálisis se denominaría la falta de confianza básica se que entreteje en las relaciones más primarias.

Lo cierto es que los hechos acaban corroborando, a menudo, que su actitud no es errada ya que la cosificación es una práctica inmersa en las relaciones más cotidianas. Esta carencia de trato humano de unos hacia los otros es, a grandes rasgos, uno de los que impiden la creación de comunidades políticas, de redes de apoyo y reconocimiento que hagan de la existencia algo digno.

De lo expuesto parece derivarse que: o todos los individuos carecen de esa confianza básica, cosa improbable, o bien que queda truncada por la vida en sociedad. Lo más razonable parece la segunda opción, casi en términos rousseaunianos, diríamos que son las experiencias posteriores de la vida en sociedad las que nos llevan a desconfiar de las intenciones ajenas. Aquí operaría esa creencia interiorizada de que nadie regala nada, que cuanto aparenta ser realizado por nuestro bien, por un otro, esconde propósitos ulteriores que benefician a ese falso benefactor.

Esta perspectiva puede resultar muy pesimista. No obstante, cabría revisar, aunque sea como punto de partida, qué ha habido de auténticamente generoso de los otros hacia nosotros, y viceversa. Si indagamos desde esta materialidad identificable, nos apercibimos de que son muy escasas las relaciones que se salvan de la cosificación, y muchas más las que hemos mantenido con vistas a un posible beneficio futuro.

Si visto este panorama a nivel micro podemos llegar a sorprendernos de la falta de autenticidad en la interacción con los otros, imaginemos esta dinámica a nivel macro, en la que los agentes poseen un poder mayor y todo adquiere dimensiones mayores y con repercusiones más generalizadas. De esta forma, podemos constatar que el dinamismo de lo relacional es una dialéctica material que tanto parte de lo micro a lo macro, como de lo macro a lo micro. Es decir, el funcionamiento deshumanizador de las sociedades en las que vivimos no son solo responsabilidad de una suerte de sistema indefinible que a veces se asemeja más a un ser metafísico que nos constriñe que a lo que ciertamente parece responder con más realismo: una mala praxis de unos con relación a los otros que se subsume y en una materialidad más generalizada en la que las jerarquías de poder y de dominio tienen un papel relevante. La potencialidad de quienes ocupan un lugar bajo en esta jerarquización del poder -estrechamente asociado a lo económico- es ínfima en comparación de los que se hayan en la cúspide.

Así, la desconfianza se teje -desde la infancia o no- como la actitud básica de protección en una red de relaciones que estimuladas por la recompensa económica nos inducen a cosificarnos, y tan solo resguarda de esta perversión a los individuos más próximos del núcleo familiar -aunque a menudo ni estos se salven-.

Sin embargo, es necesario profundizar en una cuestión clave: si esa actitud es reversible en los individuos, se pueden formar comunidades que presionen y boicoteen el funcionamiento sistemático interiorizado socialmente. Mas, esto resultaría insuficiente si a la vez no hay una voluntad firme por parte de las élites económicas dispuestas a reconocer su propia condición de humano y el trato que merecen los otros humanos.

Muchos calificarán esta última reflexión de ingenua, y cabalmente lo es; pero hallándonos en estas circunstancias, o permitimos que la distopia se incruste cada vez más en nuestras entrañas o mostramos algún tipo de resistencia a lo que con pesar intuimos que nos espera.

En síntesis, el realismo distópico puede ser una forma de comprender el mundo, que nos permita poner freno al destino que parece inevitable, en cuanto denuncie, actúe e incida, aunque sea microsocialmente, con la paradójica utopía de deconstruir la distopía que está ya en marcha.

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