Eutanasia y suicidio: una misma demanda, una misma legalidad -texto escrito en octubre de 2016-

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La sociedad puede no regular el derecho a la Eutanasia, pero la voluntad de acabar con la propia vida permanecerá inalterable. Es aquello de que la libertad reside en la autonomía de la voluntad y que las legislaciones externes pueden impedir en determinadas circunstancias acciones pero no modificar el querer.

Durante años la eutanasia se ha relacionado con la muerte digna y asistida de aquellas persones que por razones físicas no podían llevar acabo el acto de quitarse la vida. Aquellos que no necesitaban de asistencia, simplemente lo hacían y cuestión concluida.

En Holanda, que es tal vez el país donde la reflexión sobre este problema ético se ha planteado con más insistencia, se baraja desde hace unos años el problema de la eutanasia en un sentido más amplio: acompañar y asistir en la muerte a las personas que vivan un dolor insoportable, aunque no sea por causas físicas sino mentales, y haya manifestado su claro deseo de morir. Aunque la cuestión no está resuelta existe un precedente ya, en el que se practicó la eutanasia a una veinteañera que había sufrido abusos sexuales durante diez años y que no conseguía reponerse de las heridas mentales que ese trágico hecho le había dejado. Después de años de distintos tratamientos los médicos concluyeron que su petición de morir era legítima  y que estaba en su sano juicio cuando lo demandaba. Le fue practicada la eutanasia con el dictamen de un juez mediante una inyección letal. El caso cuando salió a la luz originó múltiples controversias.

La eutanasia como práctica moralmente aceptada es menos problemática cuando se piensa en aplicar a personas con enfermedades terminales, que además están postradas por imposibilidad física en una cama, y el tiempo que les queda de vida no puede precisarse. Pero cuando recurrimos a ella para otorgar la posibilidad de hacer efectiva la voluntad de morir a personas que no padecen enfermedades terminales, ni físicas que las tienen impedidas y aparentemente podrían llevar una vida normal, la sensibilidad moral nos eriza el vello, y nuestra negativa a aceptar algo así surge de forma espontánea y taxativa.  En el fondo porque es como si estuviéramos pidiendo que el suicidio sea una eutanasia para que quien quiera morir no sufra, y eso nos parece inaceptable.

No obstante, podríamos cuestionarnos lo siguiente: si reconocemos el derecho a morir y hacerlo dignamente, es decir asistido y sin dolor, a persones cuya voluntad es manifiesta y clara, pero no pueden llevar a cabo su suicidio, ¿Por qué no podemos reconocer el derecho a morir dignamente de personas cuya voluntad es manifiesta y clara, aunque puedan suicidarse? Quizás porque quien puede suicidarse y estaría dispuesto a hacerlo sin el reconocimiento legal para ello es sospechoso de tener algo de demoniaco ¿Quién juzga qué voluntad de morir es más legítima? ¿Qué persona tiene un sufrimiento mayor? Aunque creamos que las condiciones objetivas pueden llevar a un individuo a un sufrimiento mayor que a otro, y eso es cierto que se no hace patente a primera vista, caemos en la trampa de las apariencias si olvidamos que el sufrimiento es un sentimiento forjado por la experiencia y absolutamente subjetivo. Recordemos a la chica holandesa que no pudo recuperarse del abuso sexual padecido durante diez años, y cómo otras personas consiguen al menos llegar a una cierta estabilidad que les permita vivir y disfrutar de algunos aspectos de la vida.

El derecho a la muerte digna, si lo es, debe ser universal, aunque cierto es que contrastado por equipos médicos y de colaboradores –habría que valorar bien quien debe constituir estos equipos- para cerciorarse de que no es un impulso de un día, sino algo querido realmente por la persona.

Y no nos engañemos, la eutanasia es un suicidio, que si tiene el reconocimiento legal, está asistido por profesionales para garantizar una muerte digna, acompañado y sin dolor.

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