La existencia de todo ser humano, que ha tenido una vida mínimamente digna, se adentra tras su culminación en un estado de decadencia física que forja otra mirada o perspectiva. Es un momento de regreso, resignificación, asimilación de cuanto hemos experimentado, hecho o lo que decidimos no hacer. Establecer una edad en la que esto sucede sería baldío ya que cada individuo es su propia historia. Sin embargo, de forma aproximada podríamos decir que esta nueva experiencia de introspección puede producirse entre la cincuentena o sesentena.
Esa recuperación del trayecto vital es una necesidad de rebuscar un sentido a quienes somos hoy; no deja de ser una cierta búsqueda de la identidad actual, que tal vez ya hemos aprendido que es dinámica, para entendernos llegados a una edad adulta ya tardía, que nos proporciones la paz de nuestra propia condescendencia.
A veces, ese retroceso mental en el tiempo nos proporciona la conciencia de que, mejor o peor, hemos arrastrado la carga de nuestro propio bagaje y caminado de la mano de los otros que, a su vez, tiraban de su propia carga. Y es que no es nada fácil vivir -excepto para esos positivos coaching que nos inducen a creer que todo depende de nosotros-. Todos atravesamos desiertos sedientos de agua; en ocasiones hallamos quien nos ofrece ese cuenco líquido salvífico, pero otras no. Y cada tramo vital exige su esfuerzo, su sacrificio. También, obviamente, sus momentos de alegría y satisfacción;pero siendo realistas la ponderación no siempre es favorable.
No es de extrañar, dicho lo anterior, que sintamos como una emergencia un sentido que legitime el esfuerzo de sustentarnos y continuar, que nos permita aceptar cómo hemos llegado a ser quienes somos, aunque nos apercibamos de que podíamos haber sido otros.
La existencia vista desde la atalaya de la decadencia desmitifica la juventud como la etapa ideal, si ahondamos en el sufrimiento que supone buscar el propio lugar en el mundo. Las circunstancias sociales, económica y familiares convierten esa fase en una de las más duras, aunque la vivencia en aquel momento -gracias a la energía y la vitalidad que se posee- para muchos no posea estos tintes trágicos. Sin embargo, analizado con perspectiva nos apercibimos de los escollos vividos y de las azarosas fortunas que se cruzaron en nuestro camino y nos permitieron conquistar esa vida mínimamente, al menos, digna que sentimos haber tenido.
Y a pesar de haber salido adelante, cuando las fuerzas flaquean, la energía se va mermando y ya no somos ingenuos ni inocentes, nos preguntamos ¿para qué? A menudo, no valorar positivamente el hecho de haber tenido una vida normalizada -dentro de lo normativamente esperado por la sociedad- constituye una especie de tabú que se nos inocula culturalmente. “Hay que dar las gracias por estar vivo”, nos repite nuestro pepito grillo interior. Bien podemos cuestionarnos ¿por qué dar las gracias por la existencia? ¿A quién? Esta letanía es aún un residuo moral católico o cristiano de nuestra cultura, que estimula la alegría de vivir sea a costa de lo que sea.
Con los años sabemos que no todas las vidas han sido deseables. Que algunas hubieran deseado desintegrarse suavemente y sin dolor, sin más. Y poder respetar que estas percepciones sean legítimas es un acto de com-pasión y de reivindicación de que solo cada persona sabe si su vida vale la pena ser vivida. ¿Quién puede arrogarse la legitimidad de sentenciar que toda vida es digna de ser vivida? Es digna de ser respetada por los otros, sin duda. Pero solo quien carga con ella puede y debe decidir si ha valido la pena, y sigue valiéndolo el continuar hasta ese final imprevisible al que todos nos dirigimos.
El derecho a la vida no es un deber de vivir, es un derecho. Y solo tiene potestad sobre sí mismo el sujeto del que defendemos que es corporalidad y que esa debe ser respetada. Precisamente nuestro ser corporal es el que exige que se nos acepte y respete en cuanto deseemos hacer con nuestro cuerpo -no solo en términos sexo/género-. Y la vida es cuerpo que se autopercibe y se piensa en relación con otros.
Que tengamos la paz y el sosiego de, llegados a esa decadencia corporal -que es mental-, tomar plena conciencia de quiénes somos y qué queremos.
Por eso estaria bien que esa decadencia existencial sea la última voluntad con uno mismo para decidir como resolver el final de uno y que nadie se apropie de tu deseo de haber vivido.. hay esta la verdadera dignidad creo
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Gracias Ana, por este interesante post de total actualidad. Y más aún para los que ya le hemos «dado la vuelta al jamón»
Entender la vida como un derecho y no una obligación respetando la voluntad de las personas parece que no es plato de gusto para aquellos que se llenan la boca con la palabra «libertad».
En mi entorno, la Ley de Eutanasia se ha implementado de manera tranquila y sin grandes controversias y ha permitido a las personas que así lo han decidido poner esa dignidad que comentas al final de sus vidas.
Un abrazo!
JM
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Gracias, José Manuel!
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Muy bueno, Ana.
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Gracias, de veras!!
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