Vivimos en una sociedad paradójica; aún más, en la paradoja paradójica. Es decir, creemos que la imagen que intentamos proyectar, para que los otros la vean, depende únicamente de nuestro propósito; por el contrario, nuestra “imagen” se elabora en la intersección de lo que proyectamos y de lo que los otros interpretan o ven. La
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Ser humano, demasiado humano[1] o ser humano, más humano[2], esta es la cuestión. La primera caracterización del humano es, como sabemos, el título de una obra de Nietzsche que subtituló “un libro para espíritus libres”. ¿De qué debía liberarse el humano? De ese modelo forjado por la cultura judeocristiana que hacía de él un ser
Somos, existiendo, sin saber cómo sostener esta extraña condición, en la que nos concebimos a zarpazos ondulantes, no alcanzando nunca un saber estar sereno. Y así culebreamos por el árido desierto de la ignorancia, con el sentimiento de no poder, verbalizándolo, pero siguiendo, a pesar de ser nosotros los que susurramos agónicamente no poder –como
“A medida que se afirma el principio de soberanía personal sobre el cuerpo, el individuo confía su suerte a la acción de sustancias químicas que modifican su estados psicológicos ‘desde el exterior’, sin análisis ni trabajo subjetivo, ya que solo cuentan la eliminación inmediata de desarreglos (fatiga, insomnio, ansiedad), la mayor eficacia posible, el deseo

