“Si las pautas de unos y ceros eran ‘como’ pautas de vidas humanas, si todo lo referente a un individuo podía representarse en expediente de computadora mediante una larga cadena de unos y ceros, entonces ¿qué tipo de criatura se representaría mediante una larga cadena de vidas y muertes? Tendría que ser al menos un nivel superior (…) Somos dígitos en la computadora de Dios (…) y lo único para lo que servimos, estar muertos o vivos, es lo único que Él ve. Todo aquello por lo que lloramos, por lo que luchamos, en nuestro mundo de sangre y trabajo, le pasa desapercibido a ese intruso cibernético que llamamos Dios.”
Thomas Pynchon, Vineland, Fábula Tusquets Editores, Barcelona 2009, pp. 93
En esta, como en otras muchas novelas complejas y metafóricas de Pynchon, hallamos una reflexión relevante, que engarza a la perfección con la posibilidad de que dejemos atrás la condición netamente humana y pasemos a ese estadio de posthumanidad, en el que la inteligencia artificial, las computadoras -además de poder transformar sustancialmente lo que somos- nos conviertan, en consecuencia, en seres registrados y por tanto programables y determinados, sin que esa manipulación digital se muestre explícitamente. Hasta tal punto eso resulta verosímil –o real en la ficción pynchoniana- que nos planteamos qué será eso que denominamos Dios, sino aquel que maneja la secuencia vital y mortal de individuos, cuyas vidas, pasiones, y sufrimientos le son indiferentes, mediante su gran computadora. Entonces, se cuestiona el autor si no somos para Dios más que dígitos, y el acontecer diseñado le pasa desapercibido, ¿no estamos sometidos al capricho azaroso de un Dios insensible al que habría que eliminar, añado particularmente?
Descifrar las estrategias de las máquinas inteligentes que al registrar cada átomo vital, pueden ¿por qué no? Dirigirlo y programarlo, no será una cuestión sencilla cuando acontezca tal vaticinio que algunos defienden, sin calcular rigurosamente las consecuencias, y ante el que otros se horrorizan. Pero sea cual sea, el devenir, no necesitamos de un Dios que nos manipule como cosas sin atender a las necesidades del vivir. Volveríamos a ese Dios ausente, pero aun malévolo que frívolamente encadena vidas y muertes, como quien juega una partida de ajedrez.
Los riesgos de dejarnos arrastrar por el deseo de poder sin criterio ético que limite lo que es deseable y lo que no, pueden ser devastadores para la mayoría de la humanidad, y tan provechoso, en un sentido pragmático para ejercer un poder casi ilimitado, para una minoría que como tal no sería auténticamente humana.
Es más que curioso, o más afinadamente preocupante que muchas de las distopías que desde los años ochenta se han ido desarrollando como relatos de ciencia ficción, son hoy en día una posibilidad no tan lejana sobre la que se necesita una reflexión seria, rigurosa y responsable de forma urgente, para regular legalmente los límites que no deben traspasarse.