Balbuceos sordos de quienes yacen presos de la indiferencia, real o sentida; gemidos desmenuzados, casi aullidos de dolor que no convocan presencia alguna, tan solo la posibilidad de que el aislado se desplace y surja. Ese gesto que, precisamente, está incapacitado para hacer cuando su reacción es ese agudo llanto, sollozo o intento de barboteo. Esa condena indefinida que asestamos a quien ya no tiene ni hálito.