La incertidumbre, esa angustiante carencia de una cierta visibilidad de lo que acontecerá, solo es posible en un mundo en el que la multiplicidad de concepción de los valores da como resultante una sociedad de individuos faltos de vínculos propios de una comunidad.
Cada individuo, dentro de un marco cultural, opta consciente o inconscientemente por unos valores que, aunque puedan en su significante coincidir con el de otros individuos, se diversifican en el significado, hasta nociones increíblemente dispares.
Se ha mencionado reiteradamente la diversidad axiológica. Sí, es un hecho. Pero creo que nos hemos detenido poco en analizar cómo a menudo se produce un fenómeno curioso: en nombre de los mismos valores, la justicia, la igualdad, la paz se están concibiendo formas de consecución que evidencian esa disparidad de nociones a la que hacíamos referencia.
La cuestión, abandonada tal vez desde hace unos años por insistir más en la vacuidad, la falta de valores o referentes absolutos y por tanto el subjetivismo axiológico y el individuo hedonista como ejes sobre los que se constituye una sociedad opulenta, debería ser recuperada porque en esa multiplicidad de significados se encuentre quizás la imposibilidad de nuestras sociedades de velar por el interés general o el bien común.
Es decir, no es que discrepemos en nuestras sociedades en si la justicia es un valor para respetar y proteger, es que entendemos la justicia desde perspectivas muy diferentes, con lo que aquello que para mí es justo puede devenir una flagrante injusticia para otro.
Este problema no es ni mucho nuevo, ni propio de nuestra época. Lo que sí es peculiar de nuestro mundo es insistir en que tenemos valores distintos y que por ello nuestras sociedades son líquidas, posmodernas en el sentido más peyorativo que se le ha dado y, en definitiva egoístas y centradas en el individuo.
Recupero en primer lugar la cuestión de que esa dificultad de entender en qué consiste la justicia y si podemos hallar o no una concepción común no es nueva. Uno de los diálogos más recurrentes entre sofistas, Sócrates, y el mismo Platón, es la búsqueda de un sentido absoluto de ella y una dificultad casi insalvable para poder decir -y el decir en Grecia, es decir lo que es- qué es la Justicia en sí. Se acaba desvelando como algo inefable que tan solo puede ser atisbado o quizás alcanzado una vez nos hallamos desprendido de la caverna que constituye este mundo de sombras fugaces y apariencias equívocas.
Recordando esto, podemos entender que las sociedades actuales hayan derivado la cuestión sobre el sentido al ámbito privado y construido un espacio público regido por la racionalidad de la ley, donde lo justo está legislado por derecho, que todos asumimos por ese contrato social -cada vez más resquebrajado, por cierto-. Es más, los fenómenos migratorios de este inicio de siglo en el que muchos habitantes del denominado tercer mundo, huyendo de guerras, epidemias y hambrunas se hayan desplazado masivamente a países de primer mundo. Esta presencia masiva ha contribuido a la creencia de que la mayor discrepancia son los valores que sostenemos- y en algunos casos es así, como por ejemplo el valor de la mujer en distintas culturas- y no el contenido de estos valores.
Lo positivo es que, si abandonamos discursos sobre la imposible reconciliación y encuentro de la diversidad cultural, nos apercibamos de que las discrepancias dependen más de la perspectiva desde la que se entiende el valor, que no de que X no sea considerado un valor. Si aterrizamos en lo concreto, vemos que la divergencia en lo que es la justicia entre países que viven en la pobreza porque han sido expoliados por el imperialismo occidental desde hace siglos, no puede corresponderse con lo que desde occidente se considera justo. Y esto por una sencilla razón: porque tras la defensa de los valores yacen intereses irrenunciables de unos y otros, sobre todo de los que llevan ventaja en el poder y el dominio sobre lo ajeno.
Si el problema de la Justicia, como muestra de un valor universal, aunque no en su concepción, no fuera precisamente cómo lograr realizar la justicia en una sociedad, no hallaríamos aún, una variedad y cantidad nada desdeñable de pensadores, debatiendo sobre qué es y cómo hacerla posible. Y creo que es uno de los valores más universales en su asunción, pero con más disparidad en su significado.
De ahí que la problemática planteada por Rawls en su obra “Teoría de la Justicia” siga tan irresoluta y tan vigente, como las reflexiones sobre la felicidad, cuya indagación vuelve a remontarse desde Grecia -hablando de Occidente- y ante la falta de respuestas satisfactorias aún hoy, los occidentales hayan recurrido a pensamientos orientales más intimistas y espirituales, que por otro lado parecen implicarnos menos con el entorno social y, por ende, podría resultar beneficioso para las sociedades capitalistas.
En conclusión, no adolecemos tanto de valores de reconocimiento universal como de contenido compartidos. Y esto es así por la perspectiva desde la cual se juzgan esos valores y, por ende, los intereses que de forma más consciente o inconsciente flotan como un marasmo que impide un diálogo fructífero entre los distintos agentes sociales, sean de la cultura que sean.
Imaginemos que tuviéramos que responder a la pregunta de si es justo matar. La casuística que brotaría en función de la multiplicidad de experiencias haría muy difícil un consenso, a no ser que partiéramos desde el ya famoso punto cero.
El lenguaje es como un territorio asentado sobre una multiplicidad de capas. La más superficial oculta muchas veces el verdadero sentido de las palabras. Y siempre es posible excavar a mayores profundidades. Lo cierto es que la política y la semiología se funden hoy hasta llegar a ser la misma disciplina. No se puede ejercer el liderazgo de un partido si no se dominan los recovecos del lenguaje. Los sofistas griegos habían descubierto ya ese grado cero de la política, esa ambigüedad que ahora nos parece tan moderna.
PEDRO G.CUARTANGO, 18/06/2016 02:52. DIARIO EL MUNDO
Un texto perfecto, Ana. Sobre el tema de la semiótica encuentro muy interesante los estudios de Umberto Eco.
Un abrazo
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