Sobre «normalidades» y otras sandeces

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Estamos de regreso a un antes, que se ha disipado esquivo e ingrato. Un tiempo que ahora restará idealizado como la auténtica normalidad, por la que muchos se arrastraban excluidos, otros se sometían complacidos de ser los homos economicus coadyuvantes del sistema, y el resto se enriquecía cínica y sarcásticamente contemplando la ignorancia o pasividad del resto.

Ahora, parece que añoremos esa birria de existencia y nos inducen a desearla, cual paraíso perdido. Mas, ni ese antes era deseable e idílico, ni el después, que tanteamos, puede ser sino algo aún peor de lo que teníamos.

Rosa Mª Sardà lo expresó con tristeza y contundencia en la entrevista que le hizo, poco tiempo antes de morir, Jordi Évole: no iremos a mejor, nada cambiará, el hombre seguirá explotando al hombre, las guerras continuarán, …parafraseo de memoria. Y creo que quien nos ha dejado ya, se llevaba la sabiduría de la experiencia con ella.

Aún, es más, ahondando en las palabras poco esperanzadoras de Sardá, diría que vamos a peor. Los millones de parados aceptarán puestos de trabajos más precarios de los que ya tenían -que ya es decir tras todos los derechos laborales que se perdieron fruto de la crisis del 2008, las políticas del gobierno de turno y la austeridad merkeliana que para muchos suponía la pobreza extrema. El capitalismo como sistema que alcanza la esquizofrenia funcional bifurca como nunca el mercado financiero de la economía real de los ciudadanos, las deudas de los Estados se convertirán en una especie de hipoteca a cincuenta años que nadie podrá saldar nunca. Los precios no parecen bajar con la celeridad, ni ajustándose a la economía de las familias. Las situaciones de marginación y desigualdad económica se agudizarán intentando evitar cualquier atisbo de revolución social y violenta- que es lo que hace la gente cuando no tiene para comer- con una renta vital mínima que, junto al trabajo negro, darán para malvivir. Supongo que nadie cree que esa renta dará para sobrevivir realmente a nadie; no es más que un complemento fijo que el gobierno espera que pueda engrosarse con ese trabajo oculto, que después hipócritamente crítica cuando, si no fuese por él, la crisis del 2008 se hubiese saldado de una forma bien distinta.

Nos adentramos en un después desolador, que ha puesto en la encrucijada la multitud de aspecto que no funcionaban en ese antes añorado: la sanidad pública, la educación, el sistema de garantías sociales, las inversiones en una economía de futuro y en definitiva una economía que en el caso del Estado español vivía al día, como cualquier familia que no se quejaba porque sí llegaba a fin de mes. Ahora, el Estado se ha asimilado a uno de esos ciudadanos que no paran de aumentar su deuda, con la sustancial diferencia de que nadie los va a desahuciar, seguirán teniendo trabajo ya que el marrón es monumental, pero tampoco se verá obligado a acudir a los contenedores a recoger basura, ni al cierre de los supermercados a recoger comida caducada. La distancia entre ser el Estado endeudado y ser un ciudadano endeudado es la misma que hay entre vivir y morir.

¿De verdad queremos volver a la antigua normalidad? ¿Quién quiere? Los hay que auguran que es el momento de cambiar de sistema de vida, pero se me antojan optimistas y nada realistas, porque para eso, y lo lamento, sería el momento de llevar a cabo una revolución social unitaria que acabara con los privilegios de la minoría de siempre, y que reclamáramos la verdad sobre el dichoso virus: su origen, su expansión y, si ha habido voluntariedad o no en esta situación y, quiénes se han beneficiado de esta.

Quizás esta es la oportunidad más clara que vamos a tener de reivindicar que no somos mercancía en manos del capital, y que lo único que quiere la mayoría es no tener que sufrir para acabar el mes.

No hay normalidad normal, valga la redundancia, porque no lo era lo que sucedía anteriormente en nuestro mundo, y no lo será lo que nos espera a todos en esta absurda nueva normalidad.

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