En la medida en que se suceden, el sumatorio de los instantes constituyen toda una existencia. Algunos son fugaces auras que nos arrullan como duendes lisonjeros. Otros se instalan en el tuétano del alma como púas que hieren hasta desaguarnos. Ambos se alternan indefinidamente en nuestra finitud. La cual percibimos como amenaza pavorosa o, bien, como redención de esa cadena de momentos dispares.
Eso es existir, lidiar con habilidad ante acontecimientos que pueden abocarnos al deseo de desintegración o ser el trampolín que nos impulsa a la búsqueda de un sentido propio y que, en consecuencia, es el acicate que nos permite vivir.
¿Es esto una elección? ¿Decidimos hundirnos o vivir? Si consideramos al humano como un individuo con una base innata propia que es arrojado a un mundo en el que la cultura, las relaciones sociales y el entorno familiar y socioeconómico ejercen un influjo y una presión sustantiva, tal vez no poseemos demasiado margen de elección. Así quienes experimentan una adición de instantes perniciosos y logran adquirir un carácter, cuya fortaleza les impele a vivir, poseen esa heroicidad griega que ha caído en el olvido en nuestros días; hoy no consiste en vencer al enemigo en batallas bélicas, sino en sobrevivir con dignidad en un contexto en el que los enemigos son, habitualmente, anónimos.