LA GRAN CASA DE LOS LIBROS: LA BIBLIOTECA

Me pasaba horas recorriendo baldas repletas de libros ordenados temática y alfabéticamente. Mi predilección era la literatura, en especial la narrativa de la que fluían vidas que, aun siendo ficticias, testimoniaban la ardua tarea de construir y reconstruir continuamente una existencia viable. Me adentraba en las páginas de una diversidad de obras, leía párrafos, la sinopsis, los breves datos sobre el autor, hasta que sentía un relampagueo que me sacudía las entrañas, siendo ese fulgor la señal inequívoca de que en ese libro había algo que debía leer. Una forma intuitiva y sensitiva de elegir las lecturas que aún me sirve, a pesar de que los años nos proporcionan otras herramientas.

Mi perspectiva se amplió con el tiempo. Conocía qué autores conseguían siempre interpelarme, y ese acto de que las palabras te miren y te cuestionen era para mí inapelable. Además, no solo me detenía en los pasillos de los libros de literatura, sino que ahora la Filosofía se había apoderado de mí y percibí que ya no estaba dispuesta a abandonarme. Así que mi recorrido por los pasillos se amplió, el tiempo se duplicó y la sed de conocer, leer y apropiarme de esas letras constituidas con la sabiduría que proporciona la vida y el pensarla, era tan intensa que me provocaba un sentir paradójico: podía leer mucho, gracias a las Bibliotecas públicas que ponían la cultura a mi alcance, pero nunca podría leer todo lo que precisaba leer; siempre me sentiría carente y en falta.

Sin embargo, las casas de los libros de todos y para todos, me ofrecían la posibilidad de irme superando y asimilando cuanto era capaz de leer y entender. Y, sobre todo, esa riqueza impresa en hojas encuadernadas que siempre estaría ahí, aguardando a que llegado el momento pudiera aproximarme a esos textos que me ayudaban a crecer, a hacerme cargo de mí misma y del mundo.

Parte de lo que soy se fraguó en esos pasillos y en los pálpitos que los libros produjeron en mi interior.