LA GENEROSIDAD AUTÉNTICA

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La generosidad es la cualidad del que actúa de forma dadivosa, franca o con liberalidad[1]. Término de origen latino genus/generis, que significa de buena raza y prolífico, fecundo, entendiendo que es una virtud esencial de una raza su calidad y abundancia de reproducción. No obstante, para identificar el sentido amplio del término no podemos olvidar que el prefijo gen significa generador, engendrador. O sea, aunando su etimología podríamos decir que la generosidad es la virtud que gesta vida por cuanto da sin esperar nada a cambio a los otros, contribuyendo a mejorar la existencia de estos en la medida o en exceso en relación con lo que necesitan.

El sentido del término generoso nos lleva inmediatamente a relacionarlo con el término altruista. Sin embargo, sobre este último se ha debatido largo y tendido sobre hasta qué punto existe un altruismo puro, es decir aquel que pone el bien ajeno por encima del propio sin esperar nada a cambio. Desde la sociobiología que considera que es un comportamiento de origen biológico por cuanto aumenta las posibilidades de adaptación y supervivencia de la especie, hasta los que desde una perspectiva ética han entendido que el altruismo contiene siempre un grado de egoísmo. Esto es así, porque en el recodo más oscuro de la mente humana, seamos o no conscientes nuestra conducta altruista espera a su vez recoger el fruto del altruismo ajeno.

Tal razonamiento, al margen de la predisposición genética, o no, que haya en unos individuos a conductas altruistas, la convergencia, aunque no identificación plena, que se da entre la generosidad y el altruismo es clara. La distinción es que uno da sin esperar nada, y el otro, el altruista, llega incluso a dar poniendo el bien ajeno por encima del propio, cualidad que no pertenece esencialmente al generoso.

Así podríamos pensar que aquel que actúa con generosidad no es transparencia pura, en el sentido de ser franco -sincero totalmente y leal en el trato-, ni tampoco tan dadivoso ni tan liberal. Este esperar, en el fondo, que su desprendimiento sea recíproco puede no ser consciente. Se puede ayudar con el alma en un determinado momento a alguien que lo necesita sin tener en mente que esto reportará un beneficio posterior. Y, de facto, cuando quien es generoso da y se entrega al otro no le ocupa ningún amagado propósito. Mas, ciertamente, cuando quien actuó con tremenda generosidad con alguien y las circunstancias cambian, y quien requiere de la gratuidad del otro es ahora el generoso, existe una tendencia natural a recurrir a aquellos que se auxilió en el pasado. Quizás porque se presupone que esa virtud será correspondida, o también porque inconscientemente consideramos al otro en deuda.

Desgraciadamente, la realidad en bien distinta. Actuar generosamente con alguien no garantiza la reciprocidad, si quien recibe la dádiva no es, a su vez, generoso por êthos. Situaciones de este tipo en las que quien dio sin medida se topa con la muralla del egoísmo ajeno son tremendamente habituales. Así, la decepción, el desencanto y la percepción de haber sido generoso con quien no lo merecía horada el fondo del alma dejando un poso agrio y amargo.

Puede darse el caso de que a base de desengaños el generoso se reprima en próximas ocasiones, o bien que esa liberalidad sea ciertamente franca y auténtica y, a pesar de los pesares, su tendencia espontánea no varíe un ápice.

En estos casos, diríamos que quien es trasparentemente generoso no puede ser de otra manera, y antes situaciones ajenas que demanden cuidado será siempre de los primeros que acudirán a la llamada.

El propósito de este post es homenajear a ese reducido conjunto de personas que a menudo pasan por “ser tontas”, como si se dejaran utilizar sin apercibirse. Quiero creer que ese espécimen raro y friki que es el generoso debería ser el referente de una sociedad individualista y egoísta porque lo que la regula es la ley de la supervivencia -esa especie de darwinismo social-. Y pediría el esfuerzo de que cuantos leáis estas letras penséis ¿y si todo actuáramos generosamente? ¿en qué mundo viviríamos? Discurrir esta cuestión nos llevaría a todos a resignificar la generosidad como una virtud necesaria y deseable para que el mundo sea más justo e igualitario, no por el contrario a pensar que esa extirpe de “tontos” tenderá a su desaparición.

Por ello reivindico la generosidad, en la cual no cabe la hipocresía, ni el interés particular, ni fines conscientes ulteriores que proporcionen beneficios; tan solo el gesto empático o compasivo -en su sentido etimológico- que impele, sin voluntad ni decisión, a buscar y procurar una vida más digna a los otros.

En síntesis, menos palabrería teórica y más acciones congruentes con los que defendemos.


[1]El uso que hacemos aquí de término “liberalidad” se refiere a la definición que de él da la RAE: virtud moral que consiste en distribuir alguien generosamente sus bienes sin esperar recompensa.

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