Se desdibujaba la ciudad a la par que se instalaba la oscuridad de la noche. Cada cual, a su redil, inmerso en esa eterna historia que parecía no finalizar. Los afortunados disponían de electricidad, otros de gas, algunos de nada, e incluso, en aquella época, ni de agua por impagos.
Reunidos alrededor de la mesa, se repartía con equidad lo que había: algo de pan, mortadela y agua recogida de la fuente pública. Los más pequeños disfrutaban de aquel momento como de un gran festín, ya que desconocían cuando tocaría comer al día siguiente. Sometidos a un espíritu disciplinario no osaban ni preguntar. Oían discusiones entre los padres y sabían que las cosas iban mal, por lo que procuraban no ser fuente de conflicto ni discordia, y se afanaban en zampar cuanto podían en el momento en el que se presentaba la ocasión.
Durante el día, los críos más mayores se pateaban las calles como si en ese deambular sin rumbo fuesen a encontrar la respuesta a esa macabra situación, o tal vez una solución. Pero como su radio de movimiento era limitado tan solo hallaban más miseria, que se sumaba como una carga a la propia. Empezaron a observar a lo jóvenes y a escuchar sus intercambios orales y materiales. Así, descubrieron que la chatarra podía ser un material valioso y que unas diminutas cosas que manejaban eran a menudo fuente de discusiones y peleas. Dedujeron que ahí estaba la clave, o el medio más importante para sobrevivir en ese entorno. Desconocían qué eran esos mini paquetitos, pero enseguida intuyeron que tenían mucho valor.
De tal manera que, siguiendo el ritual familiar de reunirse a repartirse migajas, mantenían en secreto su propósito: saber de qué iba ese negocio, o al menos eso parecía ser, para poderse integrar cuanto antes en él, y aportar dinero a sus respectivas familias. Se imaginaban una casa donde las llaves de la luz encendían las bombillas, donde la cocina desprendía una llama para poder cocinar, y en algunos casos anhelaban dejar de cargar diariamente con garrafas de agua que siempre resultaban insuficientes.
Un día, reunieron el máximo coraje, intentando que no les temblaran las piernas, y se acercaron a uno de esos jóvenes que parecía ser importante en esos movimientos furtivos. Con la voz rota, quizás para impresionar, o tal vez porque se le quebró al afortunado que le tocó meter las narices, se dirigió al susodicho chaval y le espetó: “queremos participar en esto”. Del revés que le propinó dio salió desplazado unos metros, dándose en la cabeza contra una pared. Acudieron sus colegas de fatigas a socorrerlo y vieron como le brotaba la sangre de la testa. El joven importante se acercó y les dijo con contundencia: “primera lección, nunca os metáis donde no os llaman. Si tengo algún trabajito para alguno ya os buscaré yo”.
Salieron de allí zumbados, cubriendo la brecha del afortunado portavoz con una camiseta que absorbía el chorreo de sangre, que iba desandando el camino. En casa, ya, del malherido le explicaron a la madre que se había caído y acudieron al sanatorio a que le cosieran la herida. Escuchando por el camino la bronca que les propinó la madre, en cuestión, por ser unos salvajes que iban subiéndose por donde no tocaba.
Pasaron los días, con el aburrimiento y la desidia de hallarse enjaulados entre rejas invisibles de las que nunca podrían salir, hasta que una tarde, para su fortuna creyeron ellos, se acercó el joven que parecía se iba a convertir en su interlocutor y llamó bruscamente al afectado: – “¿Eh, chulito, ven! – El chavalín se acercó, no sin el miedo de recibir otra sacudida.
– “A ver si tienes lo que tienen los hombres. Coge este papelito y llévalo al bar del manco. Él ya sabe de qué va. Cuando compruebe que lo has hecho disimuladamente y bien, te doy veinticinco pesetas. ¡Ah, y cuidado con pasarte de listo”! El crío pensó en aquel momento que el tortazo que había recibido había valido la pena, porque ahora parecía confiar en él, y creyó que le había salido un trabajo con el que mejoraría su situación. Ante la mirada algo envidiosa de sus amigos, se dirigió a llevar a cabo su cometido. Al volver recibió su recompensa y el joven le dijo que se pasara por allí cada día.
Regresaron hacia casa, y el magullado ahora rehabilitado saltaba de alegría, ingenuo e ignorante del enjambre en el que se estaba metiendo. Aunque, hay que entender que, de forma inmediata, parecía la solución a los problemas económicos de su familia, ciento setenta y cinco pesetas a la semana era una cantidad nada despreciable y sus padres estarían orgullosos de que hubiese encontrado un trabajo.
Con los meses aquella ocupación fue mostrándose, evidenciándose como lo que era: tráfico de drogas. Para entonces, todos, incluida su familia se habían acostumbrado a ingresos que iban en aumento, y nadie quiso saber de dónde provenían, se conformaron cerrando con conciencia los ojos, con la calificación de que había tenido la suerte de encontrar “un trabajillo”.
Años más tarde, desapareció el trabajo, porque habiéndose enganchado a la mercancía del trabajo, también desapareció él a causa de lo que hoy sabemos que es el SIDA. La miseria crónica siguió habitando junto a los suyos, aunque ahora era uno menos para alimentarse.
Y este ciclo casi eterno se perpetuaba de unas generaciones a otras, por lo que parecía un mal endémico e ineludible. No supieron hallar explicación del porqué les pasaban estas cosas. Hoy quizás, alguna de las generaciones tenga la oportunidad de identificar lo que pasa a tu alrededor o en tu casa, y de sentirse capaz de actuar de forma diferente ante ese devenir tozudamente arbitrario.