Estoy leyendo “La fragilidad del mundo” de Joan Carles Mèlich, al cual tuve el placer de escuchar el pasado viernes en El Casino de L’Hospitalet, pensando en alto, usando ese lenguaje que nos constituye de una forma humilde y cercana, emocionado al desbordarse por las palabras y sin ningún atisbo de grandeza por haber recibo, el viernes anterior, el Premio Nacional de Ensayo del Ministerio de Cultura de España.
Entre sus obras elegí la mencionada, porque a veces los libros parecen buscarte a ti, otras somos nosotros los que buscamos un libro, que no sabemos si existe, hasta que damos con él. A mí creo que me ha sucedido esto último.
Hay que decir que estoy en el inicio de su lectura y esto no es ninguna reseña, ni ninguna pretensión de análisis o crítica, sino un recoger las flores que y los aromas que van desprendiendo algunas de sus frases. Sobre todo, porque se ajustan a esa necesidad que tenía inconscientemente de hallar el libro.
Mis últimos escritos tienen una tonalidad decadente, compungida por acontecimientos que me constriñen y en los que late la vulnerabilidad de los humanos, de nuestra existencia, así como el reconocimiento, nuevamente, de las ambivalencias que contenemos y de lo poco que hace falta para que la vida dé un vuelco que nos destroce. Una incertidumbre a la que quizás no estábamos habituados y que proviene tanto de los otros, de unos entre otros y, por supuesto de lo externo que sucede.
En este sentido Mèlich afirma: la existencia humana se caracteriza por poder ser siempre “de otro modo” (pg.34). Es decir, por la contingencia que nos abruma, pero, desde una mirada benigna, por la esperanza de que la existencia puede cambiar a mejor, porque nada está establecido a priori[1].
La experiencia nos brinda más sucesos abrumadores que salvíficos, y esto es lo que nos deja inmersos en la incertidumbre del miedo, de anticipar lo peor e incluso -tras los acontecimientos de los últimos tres años- de no sorprendernos casi de nada. Hemos vivido la finitud como una espada de Damocles, quizás porque vivimos con la infantil fantasía de que los nuestros y nosotros estamos aquí, sin osar contemplar la certeza de que algún día no estaremos, y ese día es incierto e imprevisible. La muerte es un tabú del que solo podemos llegar a teorizar, mas no dialogar y expresar las emociones que nos hierven ante la posibilidad de la muerte de seres queridos o de la propia muerte. Ella, como su lógica de funcionamiento es otra, se halla presente, incluso cuando no está -y lamento, en esta ocasión contradecir a Epicuro-. La angustia y la incertidumbre no se debe a su ausencia, que sería absurdo, sino a su dura presencia en estos tiempos en los que nuestra mirada del mundo ha cambiado. Puedes sentir en un instante, muy agudamente, que ese otro que está en este momento a tu lado puede fenecer en el próximo instante, de manera súbita y cruel. Y esta nueva experiencia convierte la contingencia de nuestro existir en un aldabonazo insoportable.
Esta manera diferente de sentir que estamos en el mundo y sometidos a él, en gran medida, nos reacomoda interiormente -o debería hacerlo para no sufrir innecesariamente- y nos facilita que nos adaptemos a la incertidumbre, la provisionalidad y la fragilidad en la que vivimos.
Teniendo además en cuenta que, según advierte Mèlich “No es necesario situarse fuera de la ley, ni en un estado de excepción, para iniciar una política de exterminio. Al contrario, la crueldad opera al modo de un orden que no es básicamente epistemológico sino moral. Dicho de otra forma, clara y breve: la moral es ontológica, es el trato que resulta de la clasificación que legitima el respeto, pero también la indiferencia y la destrucción de “eso”, de ese cuerpo que ya no está protegido por el manto de la ley” (33)[2]. Es decir, estamos a la intemperie ya que nos creíamos protegidos por un sistema social que, de facto, funciona por una lógica amoral, sin compasión alguna, y podemos ser aniquilados si el algoritmo social lo calcula oportuno.
En este contexto, es imprescindible que interioricemos nuestra condición vulnerable, frágil que se derivan de nuestra contingencia de partida y de que el propio mundo no es más que lo externo que hemos metabolizado. Así, la bondad o la crueldad surgen de nosotros y se manifiestan sin restricción en los engranajes sociales que hemos creado.
No hay pecado original, pero tampoco inocencia e ingenuidad que no se difumine con el tiempo, a medida que nuestras interrelaciones y nuestra interdependencia nos provoca desconfianza y nos lleva a actuar o a contribuir a la creación de estructuras que filtran los que deben seguir viviendo y los que no tiene ninguna importancia que mueran.
Seguramente, el sistema productivo capitalista estaría con una medio sonrisa si excavásemos y la descubriésemos por sorpresa amagada.
Seguiremos con este ensayo sobre El tiempo precario.
[1] Esta equivalencia que establezco con la frase mencionada de Mèclich es mi lectura o interpretación de ella, no necesariamente lo que el autor pretende decir, ya que ha sido extraída de su contexto y no he leído la obra en su totalidad aún. Y ya me resulta inspiradora.
[2] El autor aclara aquí, mediante una nota, que ya había sostenido en una obra anterior que las lógicas de los sistemas sociales tienen un componente moral que opera sobre la base de lo que él ha denominado “la lógica de la crueldad”.
Impecable y realista vista de la sociedad!! Como bien comente en otro blog; ni siquiera es válida la «parabola del grifo» -la derecha lo cierra;la izquierda lo abre-. Mis respetos, como siempre.
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