En nuestra sociedad -ese ente abstracto al que siempre le achacamos la culpa de nuestros males- hay algunos tópicos normalizados algo curiosos. Consideramos que aquel que se siente feliz en un momento determinado debe mostrarlo sonriendo; el semblante serio no se asocia en absoluto a un estado de felicidad. Sin embargo, bien pudiera ocurrir que,
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Hay cierta tristeza impregnada en cuanto toco, en la cotidiana desmedida de cada suceso. Quizás, emane de la ausencia de esas miradas que se encontraron sin paisaje, sin encuadre; solo ojos y gestos faciales que sin decir nada, decían mucho o acaso provocaban la incertidumbre de si las emociones sentidas eran propias o del otro
Nos enervan menudencias cotidianas que desearíamos extirpar del cansancio que producen, porque los gestos cuando son hábitos repetitivos pierden su valor.
Los gestos de complicidad nunca son excesivos.
Cubren algunas hojas el parque anunciando el otoño, pero no constituyen el otoño; asimismo asoman tímidos gestos de diálogo, de acercamiento, que no sustancian voluntad de resolución del conflicto.

