Se me antoja, como si de una intuición reveladora se tratase, que escribir es un acto de egocentrismo. Si no fuese así, si no se diese ese esfuerzo de penetrar las propias pantallas reflectoras, y con él un ejercicio de centrarse en el yo, absteniéndonos de cualquier cosa que se halle en el límite externo, nunca podría nadie transformar en logos esas difusas percepciones que interiorizamos del mundo. Esa honda intimidad, revestida mediante el lenguaje, nos brinda la posibilidad de dia-logar, es decir, de intercambiar concepciones diversas, e incluso antagónicas, con el claro propósito de conocer más y más profundamente lo que se halle a nuestro alcance.
Siendo así, sin egocentrismo no habría buena literatura –en el extenso sentido de escritura relevante sobre los hombres y el mundo-