Seguimos respirando, evitando los jadeos, mientras esperamos pacientes que todo llegue a término. Es la tregua concedida a la existencia para que se legitime: que aflore el sentido velado de poseer autoconsciencia sin atisbar ni propósito, ni fin; como si pudiera uno sostenerse por inercia, cuando la noción del sí mismo exige sediento un relato que nos conceda un soporte repleto de respuestas al porqué. Estar, por haber nacido, no nos diferencia de una planta, cuya belleza puede al menos ser contemplada; pero ¿y el humano? ¿Qué hace con una existencia vana que solo consiste en estar? Quizás es la consciencia el mayor castigo que hemos padecido los humanos, ya que nos impele angustiosa a la búsqueda de un qué, un significado propio, que constituya un argumento convincente que transforme la existencia en un querer ser para algo.