La integridad según una de las acepciones que reconoce la RAE –que siempre puede ser un punto de partida- es la cualidad de quien es recto, probo, intachable. Dicho de otra manera, de aquel que ajusta sus principios morales a su hacer.
Leyendo esta definición, una tiene la impresión de estarse trasladando a épocas pretéritas –muy anteriores- en que la virtud, el honor y la honradez eran rasgos meritorios con un reconocimiento social amplio, que inducía a los individuos, al menos, a parecer íntegros. Y, matizo en apariencia, porque bien sabemos, como nos mostró Kant que una cosa es actuar conforme a la moral y otra moralmente. Recordemos que solo quien por voluntad e intención perpetra una acción moral, es virtuoso, a diferencia del que aparenta serlo para conseguir fines posteriores.
Así la integridad sería la cualidad del que quiere, en el sentido desapasionado y más racional del querer, ser coherente con los principios que ha interiorizado como morales.
Sabemos que la primera dificultad con la que tropezamos es qué constituye ciertamente un principio moral válido, porque estamos azotados por vientos añejos que hacen inviable la universalidad moral. Y esta no es ninguna cuestión menor, sino tal vez el meollo con el que lleva debatiéndose la ética desde que se desvinculara necesariamente de la felicidad y se situara como reflexión sobre la virtud.
Pero, incluso prescindiendo de esta cuestión crucial, habitamos un espacio social y político en el que la integridad es una rara avis, que miramos de reojo para no contagiarnos de esa falta de pragmatismo, o en términos más diáfanos, de esa falta de picardía y pillaje necesarios para sobrevivir en un entorno que idolatra el éxito –lo que antaño sería la fama- asociándolo al poderío económico.
En consecuencia, parece que estamos presionados a mantener la integridad física –la otra acepción que puede extraerse de la RAE-, pero que difícilmente se nos va a exigir ningún tipo de probidad, mientras nos adaptemos eficazmente y seamos productivos en esta cultura de resultados –que prescinde de los medios y las formas-
Solo algunos románticos sienten nostalgia de la virtud.