En algún recodo de nuestra mente, todos desearíamos que los Reyes Magos fueran reales. Que anualmente compensaran el esfuerzo y la generosidad, la bondad de aquellos que no viven centrifugados en su ego, sin importar la renta familiar, ya que no todo lo que podríamos pedir sería de índole material. Que fueran esa fugaz luz de la presencia de un Dios que nos abandonó, certificando así la realidad de un ser superior que solo aparentara indiferencia, pero que mediante el gesto de los Magos nos insuflara esperanza en una justicia final.
Querríamos que todo siguiera siendo posible, que la inocencia no fuese ingenuidad, que no hubiese un “secreto cultural” tan bien protegido, que nada fuera desvelado ante la inexistencia de algo que resquebraja la benevolencia del vivir.
Porque la infancia, y con ella la esperanza en estado puro, se zanja con la revelación de que la vida es cruda, cruel y un desequilibrio absoluto entre lo deseable y los deseos o pasiones egoístas; descubrir que no hay magia, que todo es un ritual que alimenta una falacia, es tomarle el pulso a la vida y sentir la desprotección de magos y dioses, porque no eran más que entes generados por la necesidad humana de experimentar la vida como si no fuera vida, sino un sueño eterno prolongadamente embellecido por la presencia de unos magos, que ni vienen de oriente, ni son magos, ni por tanto esa secuela de la presencia de Dios en un mundo dejado, despreciado y sujeto a la ley del “más fuerte”, que tampoco es el más fortalecido físicamente.
Me cuestiono, si compensa falsear la existencia a los niños, esforzarnos en que crean, en lo increíble, para acabar evidenciando que nada de lo mágico tenía sentido. Es tal vez más doloroso que golpearse la testa contra el cemento, porque presuponemos que hay leyes físicas que así lo regulan.
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Publicado por Ana de Lacalle
Escritora
alacallefilosofiadelreconocimiento.com
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