Protegemos al otro inoculándole una dicha artera, persuadidos de que la sustentaremos fielmente, sin apercibirnos de cómo se filtran por los poros los sentires genuinos. Y así, vagamos sin mostrar indicio alguno de ese vadeo absurdo que nos reviste; ingenuos, cándidos y crédulos de nuestra capacidad de impostar. Hasta que, acaecida una noche, supuran las lágrimas ajenas implorándonos que no simulemos más, porque quien vive una vida que no le pertenece solo transpira un humus confuso y maleable que deviene nocivo.
Amparar
Publicado por Ana de Lacalle
Escritora alacallefilosofiadelreconocimiento.com Ver todas las entradas de Ana de Lacalle