Despedidas

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Hay despedidas que se tiñen de ironías punzantes, que  a su vez evidencian la rabia por el deseo negado que genera la separación. Indican la dificultad de aceptar un cambio esencial en la naturaleza de esa relación que se ve truncada, tal y como se había desarrollado, hasta ese punto de inflexión.

Quien dramatiza o convierte en tragedia vital la desvinculación estrecha con otro, siente una pérdida irreparable en su interior que se muta en un horadado abismo sin fondo, por el que teme precipitarse hasta el vacío, la nada. Ciertamente no parece sufrir por perder el objeto de su impulso erótico, sino por la angustia que anticipa ante la ausencia ajena que le llenará de un vacío, paradójicamente  repleto de menosprecio, rechazo y un abandono, que para quien marcha no es sino liberación.

En estas condiciones subjetivas parece inviable asumir una despedida ya que es vivida como un agravio, que el otro lleva a término por necesidad y supervivencia.

Quien es incapaz de decir “adiós” solo puede repudiar como reacción espontánea el objeto de su pérdida; para evolucionar paulatinamente hacia un estado de decaimiento, una posición depresiva que evoca el autodesprecio, la culpa quizás de esas despedidas que van aconteciendo a lo largo del ciclo vital.

Incapaz de ser sin el reconocimiento de los que creía que le valoraban, se disuelve reiteradamente en un  maltrato que socava su posibilidad de desear permanecer en una existencia rasgada por el dolor de no ser nada para nadie.

¿Quién quiere una vida que es un dolor intermitentemente intenso a expensas de las voluntades ajenas, siempre sorpresivas, y letales?

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