La hecatombe: dios o el humano

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La certeza se filtró por los poros de la impotencia, tal como un fluido se expande libremente sin posibilidad de encapsularlo en un perímetro de seguridad.

Así, sin apercibirnos de la inconsistencia de las afirmaciones proferidas, creíamos avanzar en busca de un horizonte rigurosamente perfilado. Ufanos, engreídos, boceábamos verdades por doquier que ratificaban nuestra condición de especie superior, genial, astuta e infinitamente en progreso.

Mas, surgió del averno un anti-profeta que aseveró que el Dios que garantizaba la verdad había fallecido. Era la crónica de una muerte anunciada, ya que las contradicciones implícitas en esa cultura egocéntrica conducían inexorablemente a su disolución. Y no hay manera  más eficaz de desvelar la farsa que representa una tradición cultural que atentar contra sus fundamentos. O sea Dios.

Hundiéndonos en la vacuidad de todo cuanto decíamos creer, moldeamos los restos de la devastación mental en cimientos que sustentaban una cultura de la incertidumbre, la verosimilitud, la duda. Un advenedizo espacio donde las reglas de supervivencia y reconocimiento se mutaban.

Asumiendo una existencia sin certezas, la cultura vadeaba en lo superfluo, banal con el propósito de no notar, no sentir, la carencia de horizonte. Y es que, sin fundamento que sostenga un monolítico fluir se desvanece la posibilidad de un telos común, que oriente y dote de significación lo que acaba siendo una ornamentación impostada.

Podríamos decir que hay un Dios castrador que ha muerto y danzar alrededor de la hoguera que lo calcina, pero también arrostrar el duelo de una pérdida que nos deja en las peores manos, las más demoniacas, nuestras propias manos. Ahora, sí transitamos por el orco más temible que hubiésemos podido imaginar: hoy vivimos de pleno en el abismo de nuestra insensatez, no de nuestras incertidumbres.

Desnortados sobre quiénes somos, sin presuntuosidad ni enaltecimiento, nos mantenemos insomnes, angustiados por la podredumbre de la que  emana un hedor insoportable, desde nuestro interior. Tanteamos, deseamos límites diáfanos que nos impidan hacer aquello que nos es posible, porque hemos reconocido que para nosotros poder es querer y si podemos ¿Por qué no  vamos a hacerlo? ¿Qué nos lo impide? ¿Qué criterio absoluto nos detiene?

Somos fieras salvajes en una selva de humanos desiguales en diversos aspectos, y esto perpetua el sometimiento despiadado  y fulminador de unos a otros.

Quizás estamos en los albores de una metamorfosis imprescindible.

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