¿DÓNDE ESTÁ LA IZQUIERDA? por Pol Ruiz de Gauna de Lacalle.

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Los actuales partidos «de izquierdas»[1] no parecen comprometerse a mucho en materia de principios democráticos. En vez de atenerse a los conceptos, se aferran a las «necesidades prácticas» requeridas por la actitud defensiva del poder. De este modo:

(1) No tienen empacho en seguir patinando despreocupadamente por la pista de la «monarquía constitucional», título que resiste un análisis semántico tan preciso como «círculo cuadrado»: a imitación de la derecha, la izquierda no admite a trámite el cuestionamiento de una suprema magistratura que la ciudadanía no puede destituir (y que, dicho sea de paso, constituye la última o penúltima exhalación de una dictadura militar)[2]. En términos generales, la izquierda no es tan audaz ni clarividente como para atreverse a reconocer, en voz lo bastante alta, que el «régimen de 1978» fue «todo lo que en cierto momento se pudo hacer» porque fue «todo lo que en aquel momento se quiso hacer» para no tener que renunciar a la posibilidad de beneficiarse de las bicocas con que el «proceso de transición» pudiese recompensar a sus valedores[3].

(2) Es una patraña con mucha solera en la historia de la violación del sistema de las garantías y las libertades el convencimiento (que la izquierda sigue haciendo suyo) de que ya no hay que luchar por el «sufragio universal», puesto que se respeta siempre. Mentira: aunque, de iure, el sufragio universal no solo implique que pueda votar todo el mundo, sino también que el voto de cada uno valga lo mismo que el de cada otro, no se descorre cortina alguna al observar que, de hecho, nuestras leyes electorales consagran la estafa de que en unas circunscripciones los votos tengan más peso que en otras.

(3)Para que el recurso extraordinario del «estado de excepción» o «de alarma» (o similares) no suponga la suspensión misma de la situación civil y su reemplazo por una situación de pura fuerza bruta, es preciso asegurar constitucionalmente que los regímenes de excepción no sean la patente de corso que se arroga el poder establecido para suprimir aquellas actitudes que en uno u otro momento le convenga silenciar; para lo cual es imprescindible que el juego de fuerzas esté dispuesto de tal manera que el Estado experimente una notable renuencia a franquear por completo el paso, como quien siente pánico ante sí mismo porque sabe que, si actúa sin haberse tentado la ropa, estará segándose la hierba bajo los pies. Sin embargo, la situación actual es muy otra: la emergencia sanitaria obliga a restringir enormemente las libertades de movimiento… salvo (¡no faltaba más!) para que el poder pueda ocuparse de que la ciudadanía se ocupe activamente de no tener ninguna actitud definida con respecto a los manejos del poder, motivo por el cual las restricciones de movilidad se esfuman en cuanto de lo que se trata es de asistir a actos de manipulación de masas (por otro nombre «mítines políticos») o de depositar como borregos papeletas en urnas de cristal. Que nadie se llame a engaño: a este negociado pertenecen, tan decididamente como los politicastros de derechas, los nobles mandatarios de la izquierda.

(4)Muy a menudo, los partidos que se reclaman «no nacionalistas» y que presumen de «nacionales»[4] aspiran a tapar la boca de quienes, para condenar la inmersión lingüística catalana (por ejemplo), no se recatan de manifestar que, a tal efecto, no hace ninguna falta imprimirse la rojigualda en la compresa, sino que basta con decir que «no» en razón de un análisis conceptual, a mucha honra abstracto. El argumento suena aproximadamente así: es pura y simplemente imposible fundamentar la prohibición de expresarse, bajo ciertas condiciones, en una determinada lengua[5]. Resulta patente, absolutamente palmario, que fundamentar una prohibición como esta es no otra cosa que fundamentar la censura o el asalto a la libertad de expresión, lo cual es autocontradictorio, puesto que la «libertad de expresión» (como todo el mundo debería saber) viene conceptualmente exigida por la noción misma de «derecho». El ejercicio de hablar una lengua no puede en absoluto impedir por sí solo que los demás hablen las lenguas que quieran, por lo que constituye un ejercicio de mera «expresión» y, en cuanto tal, es jurídicamente incoaccionable. Pretender dictar preceptos legales que comporten restringir, en mayor o menor medida, la libertad de hacer uso de una determinada lengua es lo mismo que clamar por la censura. Con respecto al ejercicio de tales libertades, no hay nada que reglamentar.

(5)Es, por otra parte, crasamente falso (frente a lo que pretenden algunos integrantes de la nueva «izquierda nacional») que el estar en contra de la inmersión lingüística denote mayor grado de discernimiento; la opción «en contra» puede llegar a significar muchísimas cosas, entre ellas reaccionarismo nacionalista y, por supuesto, malestar «progre» de tipo afectivo o emocional. No negamos que el grado de conciencia de algunos izquierdistas quizá no sea, ni de lejos, tan ínfimo como el de los progres de buena voluntad, pero incluso en tales ocasiones es habitual que la capacidad de discernimiento no sea tan penetrante como para impedir a dichos izquierdistas proponer un análisis, si no del todo equivocado, sí desde luego meramente circunstancial y, por lo tanto, trapacero.

(6) Momento es de añadir que, por garantizar las «libertades de comunicación», el «concepto» entiende, entre otras cosas que van en la misma línea, el derecho que los ciudadanos tienen de servirse de los medios de comunicación para comunicar lo que quieran a todo aquel que desee escucharlos; en cambio, el sentido común, formateado por la faramalla diarreica del poder establecido, se conforma con que el ejercicio efectivo de esas libertades se traduzca en que los propietarios de los medios de comunicación pueden ejercer libremente su derecho de propiedad. Así, al ver que las portadas de las principales cabeceras nacionales las centra un anuncio del Banco de Santander (o de cualquier otra entidad bancaria), «la gente» se consuela, en un ejercicio de confortadora onfaloscopia colectiva, pensando que «menos mal que en España hay libertad de expresión y puede ir uno al bar a quejarse». También en este caso, la izquierda tiene en común con sus supuestos enemigos toda clase de escrúpulos, miramientos y concesiones con respecto a los grupos y poderes demostrablemente expeditivos a la hora de moverse por encima de las exigencias democráticas.

(7) Cuando de garantizar se trata, por lo visto lo difícil es comprometerse en la lucha política y lo fácil hacer malabares con las palabras. Sin duda, la izquierda opta por «lo fácil»: su discurso está, como el de sus supuestos enemigos, plenamente entregado al abaratamiento de las palabras; no usa conceptos, sino pseudoconceptos; no plantea cuestiones, sino pseudocuestiones. La izquierda lleva muchas décadas pagando en despropósitos y gatuperios contantes y sonantes su letargo teórico. No cabe en sus esquemas pequeñoburgueses la posibilidad de ir más allá de la arenga doctrinaria y el anuncio publicitario, porque ignora (y le interesa seguir ignorando) que, sin esclarecimiento teórico-político de tipo alguno, la dimensión operacional se concreta invariablemente en la obediencia sumisa al poder establecido.

(8) De ahí que, en el ámbito de la izquierda contemporánea, el nombre de Karl Marx sea por unos incluido en el museo de «grandes personajes» y por otros visceralmente denostado, «pues no se olvide que después de Marx viene Stalin», pero, tanto por los unos como por los otros, indistintamente convertido en un señor que tuvo ciertas ocurrencias sobre «los oprimidos» y «la clase trabajadora», incluso (para los primeros) un señor «muy sensible» a los «sufrimientos del mundo», como si fuesen las actitudes sensibleras lo que hubiera de importar llegado el caso; en suma: Marx ha quedado reducido a un conjunto de tópicos que cualquier museo de historia estaría encantado de conservar, porque tienen la enorme virtud de no mover a espanto.

(9) ¿Cómo arrancarlo, pues, a la tiranía de la pura y simple banalidad? No tenemos por qué responder en tan breve espacio; limitémonos a decir que, si la izquierda no se toma la molestia de leer en serio el corpus marxiano (y el de aquellos marxistas, como Trotsky o Rosa Luxemburgo, que no lo fueron simplemente de boquilla), con el rigor filológico, filosófico e historiográfico que tal tarea requiere, seguirá faltándole un programa socialista en el sentido en que fue socialista la propuesta programática de Marx. Constituye una falsa objeción de burócrata alegar que, de Marx y Engels a acá, el capitalismo ha cambiado de piel incontables veces; si sigue siendo «capitalismo» (y no parece que nadie lo ponga seriamente en duda), entonces cada nueva piel habrá de ser comprendida, en su particularidad fáctica, desde la comprensión (teórica y general) de cuáles son las condiciones de posibilidad de ese sistema del que los hechos materiales hoy constatables siguen siendo una particular realización empírica. La posibilidad de hacer frente al actual régimen de acumulación financiarizado no puede echar a andar sin la elaboración de una postura teórico-política deudora de la filosofía de Marx; quien suscribe estas líneas tiene para sí que solo desde el pensamiento marxiano sería posible empezar a producirse con arreglo a un punto de vista carente de espejismos. El actual empantanamiento de la izquierda puede achacarse en no escasa medida a la incomprensión de esa posibilidad.

(10) Entender el capitalismo financiero y pensarlo desde los más serios y rigurosos documentos de la tradición marxista es tarea que a la izquierda actual le importa entre poco y nada. Cuando, en situaciones convulsivas, algunos sectores de la izquierda se llenan la boca con la palabra «capitalismo» y echan la culpa de todos los males a la especulación financiera y a la voracidad de las grandes corporaciones, lo hacen invariablemente con referencia a aspectos tan secundarios y epidérmicos como lo son aquellos con los que se llena la boca el ultraderechista pequeñoburgués harto de las intrigas del capital apátrida. De ahí que, donde un día dicen «capitalismo», al día siguiente digan «patriarcado» o «fascismo», guardándose mucho de dar a estos términos una definición precisa, lo cual revela que las exigencias de rigor conceptual se sacrifican a la necesidad, puramente electoralista, de tener un «enemigo» enfrente, llámelo como en cada caso guste la sacrosanta «voluntad popular».

(11) Hoy en día los Estados existentes son los mantenedores de la ficción del «derecho nacional» en sus respectivos territorios y los guardianes de sus respectivos clubes capitalistas en una competición que se libra a escala global. Lo que acaba de decirse solo muy remotamente remite al concepto político de «el Estado»; y, sin embargo, de eso no se sigue que hayamos de prescindir del concepto, sino simplemente que, hoy en día, es sin duda problemático a qué instancia o poder realmente existente habría que reclamarle las garantías civiles. Algo parecido ocurre con el concepto de «venta de la fuerza de trabajo» y con el de aquella «clase» cuya ubicación en la estructura consiste precisamente en venderse en el mercado como mercancía capaz de generar valor. En calidad de concepto, el término «proletariado» designa la esencial contracara de la sociedad capitalista, de modo que, mientras haya capitalismo, será un concepto del que difícilmente podrá prescindirse, para lo cual no es óbice el hecho de que, como sucede con el concepto de «Estado», haya graves problemas a la hora de indicar qué realidad social, efectivamente existente a escala del conjunto de la sociedad, realiza hoy en día la noción marxiana de «proletariado»; en breve: en qué sector empíricamente existente a escala global se materializa, en nuestros tiempos, la esencial contracara de la sociedad capitalista.

Los problemas están para ser pensados, no eludidos; sin embargo, la izquierda contemporánea prefiere la elusión, porque al «pueblo» ciertas discusiones le parecen «bizantinas», y ya se sabe que la izquierda tiene mucho que perder si el «pueblo» se disgusta: por de pronto un buen puñado de escaños.

(12) Un escenario en absoluto anómalo es, por ejemplo, una conversación entre varias personas «muy de izquierdas» que, por lo visto, habían dado por descontado que uno (al que no pocas veces se ha tachado de «españolista») iba, si no a apoyar abiertamente, sí por lo menos a justificar o excusar o disimular la actuación del «Estado español» el 1 de octubre de 2017, de modo que, cuando empieza a ser evidente que uno no justifica ni excusa ni disimula nada, los interlocutores se ponen nerviosos y pierden los papeles, porque uno se ha resistido a representar el personaje que el implícito reparto de roles le había atribuido.

Que el Estado español, como los demás pseudoestados del mundo, es de todo menos «custodio del derecho» ha quedado sugerido en el punto inmediatamente anterior; y no lo es por algo mucho más profundo e importante que cualquier presunta afectación de casticismo, a saber: porque, en la actualidad (insistamos en ello), la cuestión del poder, que ya no se decide en ámbitos territorialmente demarcados, no puede dar a su efectivo movimiento forma jurídica alguna, puesto que sus actuaciones son, desde el punto de vista de los principios del «derecho», imposibles de legalizar. Desde luego, lo que acaba de decirse puede ejemplificarse contando algunas historias bárbaras de policías y tribunales; historias que pueden encontrarse en España, Italia, Grecia, Francia, Alemania, Estados Unidos y, en definitiva, dondequiera que se las busque.

Reconocido esto, el «muy izquierdista» espera de su interlocutor que simpatice con el nacionalismo fraccionario. Es típica lógica de progre la inconcusa certeza de que, si uno no le ríe las gracias al «Estado español», hay que suponerle una intensa devoción catalanista. Al progre de oficio le cuesta aceptar que tan aleatorio y teóricamente inmotivado es el empeño en que «España no se rompa» como la insistencia en que «de aquí hasta allí» hay una «nación» por el hecho de que unos señores, a quienes se les ha antojado (afectiva, arbitraria y voluntarísticamente) que las «raíces» (sobre todo lingüísticas) tienen algo que ver con la libertad política, pretenden imponerlo como se imponen estas cosas: dando un sonoro puñetazo encima de la mesa.

Con arreglo a lo dicho, el Estado-nación es en nuestros tiempos el encargado de mantener perfectamente ineficaz el ámbito del derecho y de las garantías civiles; por tanto, poco importa que se llame «España», «Cataluña» o «Estados Unidos de América».

(13) Las conclusiones no se hacen esperar. Cuando se actúa de cara a masas a las que la reflexión política no les dice gran cosa, porque carecen de una posición política consistente, y que, en cambio, son permeables a todo lo que excita los afectos, es natural que uno se empeñe en publicitar «los valores de la izquierda» frente a la brutalidad capitalista; lo que sucede es que entonces no se camina en la dirección de entender y asumir el carácter brutal del sistema en su conjunto, sino en la de hacer de la «democracia» el «reino de los mil años», y ya se sabe que, tomada vulgarmente, la democracia constituye un «mito» como cualquier otro. La democracia, leída en toda su radicalidad, no trae consigo ningún «conjunto de valores» ni promete a un bicho llamado «el hombre» ninguna panacea llamada «felicidad»; al contrario: lo que la democracia exige puede formularse postulando que no se busque valor alguno, o, si se prefiere expresarlo así, que solo una cosa haya de valer: que no rija otro precepto que el implicado en la pretensión misma de generar y mantener las condiciones para que se pueda salir adelante sin que ello comporte compromiso alguno con valor alguno; la democracia es ante todo «abstención», pero lo es en un sentido tan conceptualmente fecundo que, para posibilitar que el Estado se guarde de «generar valores», la abstención inherente a la democracia implica todo lo contrario de quedarse de brazos cruzados. Mientras la izquierda se obstine en fabricar siempre de nuevo unos u otros contenidos irrenunciables, en cuyo nombre se quebrantan una y otra vez las garantías civiles, la democracia será algo que a toda costa seguirá evitando asegurarse.

(14) Por último, no podemos menos de lamentar que, con la mirada puesta en los inminentes comicios autonómicos, aquello que le vale a la izquierda nuestros más encarnizados reproches vaya a ser leído desde la presión que ejercen las circunstancias, lo cual deja entrever la voluntad de no discutir seriamente más allá de ciertos requisitos puramente circunstanciales. Con respecto a la «revolución», es mejor guardar silencio, porque hablar de ella fácilmente generaría el grave malentendido de que es cosa que cabe en una pancarta. Hay que limitarse a pensar radicalmente los conceptos que reclaman ser pensados; si algún día el pensar llega a poner en marcha un proceso de tipo «revolucionario», solo podrá saberse cuando ya no quede ni rastro del ámbito histórico al que dichos conceptos pertenecen.

Pol Ruiz de Gauna de Lacalle

Febrero de 2021


[1] Nos referimos a la izquierda española en su conjunto; por tanto, no solo a la «vieja izquierda» (PSOE, PSC, IU…), sino también a la «nueva» (Unidas Podemos), inclusive a formaciones extraparlamentarias como Recortes Cero, el Partido Feminista de España, el Partido Comunista de los Pueblos de España, el Partido Comunista de los Trabajadores de España, etc. Todas ellas son «socialdemócratas», salvo las que se autoproclaman «comunistas»; lejos de distinguirse por una visión clara y penetrante, estas últimas toleran toda suerte de mistificaciones de corte estaliniano. Lo mismo vale para un partido como la CUP, cuyo reaccionarismo nacionalista es impropio de una formación de «extrema izquierda» y, en cambio, poderosamente afín a la «historia sagrada» de la burguesía catalanista. De la «derecha» hacemos caso omiso, porque no nos interesa discutir con quienes de antemano sabemos que persiguen objetivos ostensiblemente contrarios a los nuestros; solo vale decirles que, si algún día el statu quo llega a encontrarse en serios apuros, ellos serán los primeros en echarse a temblar (también a los «muy revolucionarios» les rechinarán los dientes, que nadie lo dude). Por último, precisemos que, aunque no en todos los puntos que conforman el presente escrito hayan de darse por aludidas todas las formaciones de izquierdas, sin embargo, ninguna de ellas podrá evitar la incomodidad de verse puesta en la picota en uno u otro tramo del texto.  

[2] Que nadie se deje seducir por la esquizofrenia de Unidas Podemos: sus críticas a los Borbones son un típico ejemplo de la actitud que caracteriza a quienes no saben hacer otra cosa que sacrificar exigencias de principio a la comodidad oportunista de formar parte del poder establecido (también llamado «el gobierno más progresista de la historia»). Es evidente que sus regañinas no son lo bastante acerbas como para que el hecho de formularlas acarree la inadmisible consecuencia de que los desayunos en la Moncloa se vean seriamente perturbados.

[3] Recuérdese que el PCE —hoy subsumido bajo la marca de Unidas Podemos—pidió a los electores una participación masiva en favor del texto constitucional, porque, a su juicio, era «plenamente aceptable por la clase obrera» y su aprobación significaría «la liquidación de la legalidad franquista y el comienzo efectivo de una nueva legalidad democrática». Inquieta que los ínclitos señores del PCE consideren que la sanguinaria fuerza bruta de un caudillo militar constituye algún tipo de «legalidad» que simplemente hay que sustituir por «otra mejor»; inquieta, pero no sorprende, puesto que los coqueteos oportunistas han marcado su programa político desde entonces.

[4] Pensamos en algunas formaciones de nuevo cuño como Somos España, Izquierda en Positivo, Centro Izquierda de España, etc.

[5] Ni siquiera podría prohibirse que un docente hablase ante sus alumnos en una lengua desconocida para estos; lo que ocurre es que, puesto que la comunicación sería imposible, al profesor se lo acabaría llamando al orden, pero no por hacer uso de esta o de aquella lengua, sino porque un docente que impide de manera sistemática la comunicación con los alumnos salta a la vista que es un falso docente.

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