El coraje de decir no se adquiere desprendiéndose del miedo a lo ajeno. Aquello real o imaginario que emana exigencias de lealtades infinitas y acaba apisonándonos el alma. Aprender a responder con un no, ante demandes insaciables o indignas, o simplemente contrarias a nuestro querer, es el acto más elevado de afirmación de la propia identidad y de los límites entre lealtad y la sumisión.
Porque quien impone la palabra al otro, como si le fuera propia, está enajenando su posibilidad de re-crear el lenguaje según su idiosincrasia; y, sin decir que emane del propio interior, no hay un yo construido desde la libertad —aunque esta se halle limitada por lo exterior y los déficits internos—.
Alcémonos contra quien nos exige domesticación, contra quien no soporta el disenso porque lo recibe siempre como un juicio condenatorio. Seamos capaces de admitir que nuestras contradicciones salgan a la luz, porque tarde o temprano se evidencian; y tengamos la elegancia de admitirlas como parte de nuestra condición, más aún cuando reiteradamente somos nosotros quienes les damos pábulo, a unas posiciones u otras. Ejercitémonos en la humildad que hace trasparente nuestra voluntad y nuestra acción, no la exposición de nuestra intimidad.