Dolor y vida

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El dolor es consustancial a la vida, lo cual no es óbice para que deseemos otra vida. Al contrario, precisamente porque hemos adquirido esa trágica conciencia de la relación necesaria entre vida y dolor, estamos legitimados a querer una existencia bien diferente. Sobre todo, desde el momento en el que no podemos afirmar lo mismo con relación a la vida y la felicidad, el placer, el bienestar, la paz interior, … podemos expresarlo de formas diversas, en cuanto no hay una claridad sobre en qué consista esto. Y esta es tal vez una razón suficiente para constatar esa desvinculación necesaria que hay con la vida, ya que no tenemos las mismas dificultades en constatar y consensuar qué significa dolor, y su padecerlo que es el sufrir.

Ensayos sobre ambas problemáticas hay muchos, desde bien antiguo. Sin embargo, tanto el dolor como la dicha y su vínculo con la vida siguen constituyendo una de las angustias filosóficas más candentes. Quizás, porque tras la urgencia de aprehender la naturaleza de esta triada se amague la perentoria exigencia de hallar un sentido vital.

Algunos añadirían que la acuciante necesidad de sentido responde, a su vez, a la difícil aceptación de la propia finitud, de la muerte. Y es veraz que, ante un tránsito caduco de sufrimiento, el sujeto paciente se cuestiones el para qué y el porqué.

Sin duda, parece que quien acepta el dolor que implica existir es un aventajado en el arte de vivir, porque sencillamente deja de luchar y resistirse a lo imperioso y necesario, y se afana en buscar los resquicios benéficos que esta vida posee también. Hay acontecimientos como el enamoramiento que nos permiten trascendernos, la maternidad o paternidad deseadas, la experiencia de amor y amistad.

Ahora bien, quien se deja ahogar por el dolor —y, ciertamente hay quienes lo tienen más difícil para no anegarse— se hunde en la ciénaga de la oscuridad que le incapacita para sentir o vibrar beneficiosamente. Sería muy poco compasivo[1] juzgar al otro por su dificultad de aceptar el dolor. Sabemos que hay sufrimientos irreparables y que solo pueden despertarnos el respeto y la admiración de los que, a pesar de ello, siguen viviendo. Aquellos que se muestran insensibles y arrogantes ante actitudes ajenas, provocadas por experiencias aberrantes, manifiestan una carencia de profundidad en su aprehensión de la condición humana.

Podríamos todos desear con ahínco no ser víctimas de esos daños que cercenan la posibilidad de vivir con cierta plenitud.


[1] En el sentido etimológico del término: padecer con, no sentir pena que es el sentido ordinario que se le atribuye.

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