Si alzamos la mirada al pasado que reposa en nuestra memoria, llegados a una cierta edad, no podemos evitar hacer una ponderación de lo que ha sido nuestra existencia. Esto lo afirmo contra aseveraciones del tipo el pasado ya no está, o el futuro no existe, en consecuencia, solo tenemos el presente. Quiero recalcar que nuestra concepción del tiempo, la auténtica, es la que subyace en lo que decimos por cuanto es lo que pensamos; esta es lineal ya que es la experiencia que culturalmente se impone. Lo dicho queda evidenciado desde el instante en el que empezamos a contar la edad. La noción de edad de una persona presupone la linealidad del tiempo y, por ende, nuestra experiencia es esa, aunque nos seduzcan las teorías circulares o cíclicas, de facto, cotidianamente vivimos presuponiendo la linealidad, al menos así es en occidente.
Diferente es percibir una circularidad de acontecimientos. Es decir, el amar, el sufrir y el placer -por ejemplo- constituyen experiencias que van repitiéndose a lo largo de la existencia, aunque sea bajo formas distintas. Por ello, cuando sintetizamos nuestra vida en lo relevante, lo acontecido se reduce a unas pocas experiencias materializadas como diferentes sucesos, pero cuyo sustrato es el mismo. Estas vivencias las recordamos linealmente, en el orden temporal en el que tuvieron lugar, sin embargo, nuestra percepción se acaba concentrando en un mínimo de experiencias sustanciales en las que consiste vivir.
¿Cuáles son? No aspiro a una identificación universal, pero sí entiendo que en occidente pueden reducirse a: el amor, el dolor y el sufrimiento, el placer y la precariedad socioeconómica. Estos acontecimientos, en el sentido que aquí le hemos dado al término, están vinculados en la corporalidad de cada individuo singular, ya que sin amor nadie puede subsistir con dignidad, su presencia o carencia nos llevan al dolor y al sufrimiento; estado que intensifica la búsqueda de placer como objetivo en sí mismo, despersonalizándonos y despojándonos de nuestra identidad, la cual solo puede ser construida con amor, pero obviamente con una condiciones de vida socioeconómicas que no sitúen la supervivencia como lo urgente a resolver.
De esta manera el tiempo es lineal, pero el acontecer es reiterativo porque constituye nuestro reflejo en el espejo y la búsqueda de una existencia con amor, placer, subsistencia garantizada y esa identificación con un yo que es a su vez renovado tras cada materialización del acontecer.