Nos han arrojado al mundo sin poder ser consultados, ya que propiamente no éramos. Tardamos años en entender cómo funciona este entorno, a veces amoroso, otras áspero, agrio y peligroso. Y cuando hemos incorporado los mecanismos del sistema y hemos sido culturizados, nos acechan las preguntas de por qué, para qué. En definitiva nos cuestionamos el sentido de esta existencia impuesta.
Con el tiempo descubrimos que son interrogantes sin el tipo de respuestas que desearíamos; la incertidumbre es el sello de nuestra incapacidad ante semejantes cuestiones. Hasta que nos enfrentamos a la posibilidad de habitar un mundo, que hemos transformado en un monstruo, rebelde, indomable ante nuestra voluntad de romper la servitud a la que estamos sometidos. Casi intuimos el para qué, y nos abruma pensar que cada estructura responde a un orden orientado a la producción máxima para el máximo enriquecimiento de una minoría. Y ante este fin u objetivo, no cabe revolverse buscando un sentido a una materialidad doblegada para producir y consumir. Somos cosas enajenadas e intercambiables para el sistema económico, que es el que determina las ramificaciones de la sociedad.
Y es así, fragmentando el mundo y otorgando a cada uno su verdad es cómo triunfa un sistema neoliberal en el que todo cabe mientras pueda ser intercambiable, mientras su lasitud permita el comercio, e incluso genere mercados inconcebibles anteriormente. Los grupúsculos sociales son la mayor oportunidad de crear necesidades y satisfacerlas con productos que sirvan para identificar a los miembros del grupo, una literatura que dé cuenta de ellos, actos reivindicativos, y en general símbolos que evidencien el tipo de vida propio del grupo.
Además, esta fragmentación fomenta el individualismo y nos enreda entre los árboles que no nos dejan ver el bosque. Contra más parciales seamos y más endogámicos mejor para el sistema, ya que las necesidades que deberían ser prioritarias quedan olvidadas en los gritos sordos de los que no tienen voz, porque no han rasgado las vestiduras de las antiguas costumbres y no constituyen novedad, y lo viejo se carcome.
Tiene más posibilidad de resonancia que reivindique el derecho a teñirme el pelo de rojo, y constituir una tribu que se identifique por ello, con un relato que magnifique el ninguneo de actos de este tipo a lo largo de la historia, que intentar organizar un grupo transversal que luche por aquello que nos incumbe a todos, aunque no constituya la identidad de nadie, como sueldos dignos que permitan sobrevivir, acceso a la vivienda y garantía de las pensiones mínimas para nuestros mayores. Esto último no se lleva, porque es más de lo mismo y la cultura de la fragmentación es la sociedad de las rupturas, por ellas mismas sea lo que sea lo que dejemos atrás.
Tal vez, quienes aún conciban que hay reivindicaciones perentorias que no pueden ser aplazadas porque a las personas les va la supervivencia, harían bien si se adaptan al juego de los disfraces que hemos organizado y se buscasen el más llamativo y explosivo. Quizás, se escucharía el grito agónico de los que no pueden más, los que se han quedado en el margen: ciudadanos no cualificados laboralmente, inmigrantes, jóvenes que no hallan cómo adentrarse en el mundo de los adultos, jubilados indignamente retribuidos, los sintecho, los que son desahuciados por bancos, mientras hay okupas que parecen “intocables” porque se han organizado y ocupado toda una calle -sin que sepamos muy bien las razones-, y ahí, algo tan obvio no hay desahucios. Y, por supuesto, la vivienda es un derecho, pero para todos, lo cual hace urgente encontrar un equilibrio con sentido entre desahucios y ocupaciones, porque el asunto es caótico.
Siendo las cosas como son, la alternativa es sumarse al juego y ser el mejor, porque cambiar las reglas parece una quimera. Disuelta toda verdad, la era de la posverdad otorga, de facto, la veracidad a quien tiene el poder de mostrar su perspectiva de manera más persuasiva. Así pues la verdad se ha transformado en el poder de decirla.