Cuanto se desliza por mi mente la erosiona y rasga dejando heridas que, a su vez, renuevan las anteriores. El mundo es un lodazal manifestado materialmente estos días en las tierras valencianas, aunque lo más pernicioso no suele aparecer tan nítida y claramente como torrentes de barro que impiden el acceso a todo. El lodazal
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Los niños que viven en la penuria, la guerra y la catástrofe permanente no son dignos de soñar con unos Reyes Magos que los rescatarán de una existencia indeseable. De niña ya pensaba que hasta los magos de oriente son clasistas, no entendía por qué. Ahora lo sé. Son niños que no pueden experimentar su
“La esperanza es lo último que se pierde” es una frase hecha[1], que se dice popularmente, cuyo contenido es paradójico. La utilizamos cuando no nos queda nada, y aún así queremos algo que nos consuele. Cumple, en este sentido, una función que elude la asunción de lo que hay, deseando algo que siempre esperamos porque
Siendo Cortázar capaz de describir la angustia minuciosa de un hombre enfundándose un pulóver que, nunca acaba en su lugar apropiado, muestra cómo la situación más banal desemboca en lo absurdo, y nada más kafkiano –si se admite la comparación- que quien por esa tesitura termina precipitándose por la ventana al vacío. Así de insípida
Lo trágico se hunde en el padecer agudo, y ahí nace; pero su naturaleza se despliega en la impotencia de no ser más que ese drama circunvalado y centrífugo.
La susodicha calma que sigue a la tempestad es tragedia y desamparo, aunque de apariencia tranquila al haber arrasado incluso con las fuerzas de los supervivientes. El sosiego no deviene como el vómito de una convulsión, sino del tiempo sostenido plácidamente entre las sienes.


