La enfermedad humana

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Para Kierkegaard, “la enfermedad del hombre se debe a que carece de un centro de gravedad interior, lo que le impide mantenerse a flote. La inadecuación hegeliana que arrastra consigo la tragedia se transforma ahora en la desproporción que anuncia la desesperación. Lo que ocurre es que la desesperación, a diferencia de la tragedia, no puede ser atravesada, ya que el desesperado vive en la muerte, es decir no puede morir. Dios nos clava en el Yo y no hay escapatoria. El dilema es huir del Yo o querer ser este Yo. Por eso el hombre solo puede curarse si postula un fundamento de la autorrealización que él mismo es.”

Santiago López-Petit, Hijos de la noche, Ed. Bellaterra, pg.63

Esta carencia de “centro de gravedad” que nos sitúa en la desesperación nos ubica en la muerte. Somos muertos con vida cuya única salida consiste en legitimar esta condición desproporcionada -sin centro de gravedad- como naturaleza propia que debe autorrealizarse. Claro está que para Kierkegaard este fundamento anhelado se halla en el reconocimiento propio de individuo elegido por Dios como único, con lo que –según López-Petit-  la interiorización de la diferencia coincide con la Salvación.

Ahora bien, esta ausencia de referente que padecemos hoy se convierte en la coyuntura óptima para que el consumismo como forma de actuar y, por ende, de ser cuaje con todo su esplendor. Si nos reconocemos como sujetos de consumo, con ese horizonte, asentamos la base sobre la cual puede sustentarse un Yo que pasa de ser desesperación a constituirse en un ente satisfecho en la medida en que se realiza en lo que es, un consumidor.

De esta forma, podríamos entrever que si el capitalismo ha triunfado es porque los individuos se hallaban vacíos de auténtica realidad y sentido. Aquí se ha producido un tránsito de la desesperanza existencial a la satisfacción, esa falacia confundida con la felicidad que, por su inmediatez, nos domina. Porque ¿Quién va a querer ser desesperanza singularizada salvada por la crucifixión, antes que satisfacción ininterrumpida? Esto solo puede quererlo, quien no tiene un otro que querer, es decir el auténtico pobre, miserable y marginado. La consecuencia inmediata es que, como sostuvieron algunos, la fe no es más que el consuelo del que no tiene vida o bien, que el capitalismo ensalza la satisfacción, el hedonismo materialista como falsa estrategia para negar la vacuidad existencial.

El reto sigue golpeando ligeramente nuestra espalda. Solo debemos mirar detrás para toparnos con la cruda existencia y asumir la responsabilidad de buscar alternativas de sentido que puedan zafarse necesariamente de ser un cristiano mártir o un “cerdo satisfecho” –en terminología de Mill.

Recabamos, pues, en las cuestiones últimas que nos acucian. Y esto nos puede inducir a sospechar que tal vez Nietzsche intuyera hábilmente que el único sentido en esta vida, se encuentra admitiendo y afirmando con fortaleza la falta de sentido.

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