Anhelamos, deseamos y ansiamos lo imposible, porque lo que aparece a nuestro alcance se nos antoja tan dramáticamente conformista que se revierte en el punto de inflexión, a partir del cual nuestro querer deriva en insaciable. Esta hambruna de lo inaprehensible se despliega infinitamente, cercenada como aspiración fundamental al entrar en contacto con un mundo que nos exige pragmatismo para sobrevivir. Aquí se origina el desencantado, la frustración y el desespero de quien posee la capacidad de querer lo infinito, pero no la de alcanzarlo. Quizás, porque no sea más que una quimera humana derivada de su necesidad de sentido, o tal vez porque nacemos como animales condenados a elevarse relativamente por encima de su condición de bestias mediocres.
Sea como fuere ¿qué es preferible ansiar lo imposible perpetuamente, o alcanzar la desesperanza de lo realizable?